31.1 C
Miami
martes 17 de junio 2025
Image default
Opiniónpor Norberto José OlivarUna visita al señor Williams

Una visita al señor Williams, por Norberto José Olivar

No hace mucho Leila Guerreiro escribió que si encontrara “la lata con los muñequitos de los chocolatines Jack” podría recuperar su infancia. Lo intentó. Rastreó todos los sitios posibles entre las casas de sus padres y abuelos. Su búsqueda frustrada me recordó una cita que guardo de la escritora mexicana Valeria Luiselli: “quizás sea cierto que una persona solo tiene dos residencias permanentes: la casa de la infancia y la tumba. Todos los demás espacios que habitamos son una mera continuidad grisácea de esa primera morada”. Puede que por eso, siempre mantengo cerca un ejemplar de Doctor Zhivago, para conectarme así con la biblioteca de la casa de mi padre, con mi infancia.

También dice Goethe, según Yuri Andrujovich (autor ucraniano), que para entender a un poeta hay que ir a su casa. Pero sabemos que hay autores sin domicilio. Sin embargo, el poeta Bohdan Igor Antonych (1909-1937), del que solo podemos decir que nació en Novitza (distrito de Gorlice, Polonia), se definió como “huésped accidental” de donde estuviera, y situó su casa en una “dimensión cósmica” porque, de alguna manera, la llevó dentro de sí. Esta dimensión cósmica de Antonych podría servir para fusionar esos espacios con el “espíritu del tiempo” de nuestras vidas: casas familiares, la vereda donde vivimos, libros, películas, amigos, hechos, etcétera. Todo esto se amalgama en el ámbito de nuestra imaginación, lo cual sería, me parece, una manera de recuperar los “muñequitos de los chocolatines Jack” de Leila Guerreiro. 

La migración produce, recurrentemente, estas “recuperaciones” en la mente del desplazado y hasta un cierto despecho abstracto, podría decirse. El migrante es un “huésped accidental” estilo Antonych sometido a los caprichos del azar, como todos. Pero el destino pudiera trazarle algunas rutas enrarecidas para ayudarlo, de manera “cósmicaAntonych”, por supuesto, a encontrar el camino de vuelta a casa, a la casa de su infancia. Pienso, por ejemplo, que he recorrido casi cinco mil kilómetros para acercarme a donde estuvo enterrado, una vez, Guy Williams, el legendario Zorro de la serie de Disney (1957). Este seriado, en Venezuela, fue retransmitido diariamente durante toda mi infancia y adolescencia, 1964-1980. Los años dorados de la democracia. Para cada fiesta de carnaval, de mi escuela, me disfracé de Zorro, descontando que en casa también jugaba a serlo. No sé si el señor Williams es una puerta, o una ventana, de la casa de mi infancia, pero sé que forma una parte indisoluble de ella.

No obstante, el lado oscuro del espíritu de esos mismos días, fueron las conversaciones de mi padre con su hermano mayor. En cada proceso electoral comentaban el peligro que representaban, en su cosmos, los partidarios del depuesto dictador Marcos Pérez Jiménez. Recordaban la lucha de sus mayores por la democracia, y les decepcionaba el “deseo autoritario” que aún rondaba entre sus vecinos.

Pienso, después de todo, que abandoné la casa de mi infancia la noche del 6 de diciembre de 1998, cuando se anunció el triunfo del teniente coronel Hugo Chávez Frías. Entonces mi padre y su hermano mayor, frente al televisor, soltaron una lúgubre epifanía: «Ojalá no se arrepientan de esto». Ambos salieron al patio, cabizbajos, a conversar de la casa andina en donde había quedado su niñez, quizás, a soñar cómo podían recuperarla.

Parece que la infancia es capaz de potenciar horrores futuros, revelando que ciertos prejuicios tienen una validez petrificante.

Related posts

Franklin Piccone: ¿Cuánto vale una marcha?

VenezuelanTime

Willian Hernández: Venezuela y su dependencia de la Estatal Petrolera China

VenezuelanTime

Los gringos a Diosdado: ¿Hay ministro de seguridad por aquí? por José «Gato» Briceño

VenezuelanTime