El domingo 13 de julio, un pequeño avión sanitario, el Beechcraft King Air B200, matrícula PH-ZAZ, operado por Zeusch Aviation, despegó del aeropuerto de Southend, se elevó escasos 175 pies, se ladeó de forma abrupta, casi se invirtió en el aire, y se estrelló de frente contra el terreno seco a pocos metros de la pista. Todo esto, ante los ojos de decenas de pasajeros, empleados del aeropuerto y familias que paseaban por la zona.
Las imágenes tomadas desde el aire, pocas horas después, muestran el resultado: una mancha negra y densa sobre el césped amarillento, delimitada como una quemadura. En el centro, los restos del avión.
Casi 24 horas después del accidente, nadie ha confirmado cuántas personas iban a bordo. No hay víctimas identificadas ni una lista de pasajeros. De acuerdo al testimonio de los presentes no hubo un sonido previo, ni una explosión en el aire, ni un motor fallando. Solo un giro imposible y luego el fuego.
En otros accidentes similares, los medios publican listas de pasajeros, las redes se llenan de homenajes, las familias reclaman justicia. Aquí, no hay nada. La aeronave quedó irreconocible. El vuelo duró segundos. El humo se disipó. Y el país siguió su rutina.
Las redacciones británicas como The Guardian, The Telegraph y The Mirror reportaron el accidente con tono neutral, sin énfasis, sin presión política ni editorial. La cobertura fue correcta, pero desprovista del dramatismo habitual en estos casos. Como si todo esto ocurriera en un plano secundario, o demasiado incómodo para desarrollarse del todo.
La policía ha habilitado un portal para reportar información. Nadie ha dicho que haya personas desaparecidas. Ninguna embajada ha confirmado ciudadanos afectados. El aeropuerto, aún cerrado, anuncia que reabrirá “cuando sea posible”.
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