
El sistema solar parece funcionar como una maquinaria perfecta, con órbitas estables y trayectorias previsibles. Sin embargo, un nuevo estudio advierte que esta armonía podría romperse con la ayuda de un inesperado protagonista: Mercurio. Aunque el escenario es poco probable, las simulaciones revelan cómo una estrella que pase demasiado cerca podría desencadenar un caos orbital que pondría en riesgo a la Tierra, Plutón y todo lo que conocemos.
Por: Gizmodo
Mercurio, el eslabón frágil que podría romperlo todo
Aunque Mercurio es el más pequeño de los planetas, su comportamiento es todo menos inofensivo. Su órbita ya es conocida por su tendencia al desorden, pero ahora, gracias a una investigación de los astrónomos Nathan Kaib y Sean Raymond, se sabe que podría convertirse en el detonante de un colapso gravitacional sin precedentes. Usando simulaciones de largo plazo, los expertos observaron qué ocurriría si una estrella pasara a menos de 100 unidades astronómicas del Sol —es decir, 100 veces la distancia entre la Tierra y el Sol.
En ese escenario, la gravedad de la estrella actuaría como un tirón cósmico capaz de alterar el equilibrio planetario. Mercurio sería el más afectado: su órbita se volvería tan excéntrica que podría chocar con Venus o el Sol. Pero lo peor llegaría después: ese desequilibrio inicial causaría una reacción en cadena. Venus o Marte podrían cambiar su trayectoria, colisionar entre ellos o impactar a la Tierra. Incluso cabe la posibilidad de que la Tierra sea desviada hasta encontrarse con Júpiter, quien —con su poderosa gravedad— podría expulsarnos del sistema solar.
La amenaza es remota, pero más real de lo que imaginábamos
Lo sorprendente es que los investigadores calcularon una probabilidad del 0,2% de que este escenario se haga realidad en los próximos 5 mil millones de años. Aunque a simple vista parezca insignificante, es mucho más de lo que se estimaba antes. Durante décadas se asumió que el sistema solar era estable a largo plazo, pero este nuevo estudio sugiere que todo podría cambiar con una mínima intervención externa. Lo más inquietante es que no se necesita una colisión directa con una estrella: basta con que esta pase lentamente —a menos de 10 km por segundo— y permanezca cerca el tiempo suficiente para perturbar las órbitas.
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