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sábado 9 de agosto 2025
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Antonio De La Cruz:Opinión

Trump redefine la guerra: carteles como enemigos absolutos, por Antonio de la Cruz

«Soberano es quien decide sobre el estado de excepción».
Carl Schmitt

Hay momentos en que la política se despoja de sus disfraces institucionales y revela su esencia originaria: la distinción entre amigo y enemigo. En esos instantes, las leyes ceden su lugar a la decisión; la diplomacia, a la voluntad de imponer orden. El retorno del presidente Trump a la Casa Blanca ha traído de vuelta ese tipo de política: una que no teme actuar fuera del terreno neutral del derecho cuando percibe una amenaza existencial.

Desde su primer día en el cargo, Trump ha transformado el problema del narcotráfico —hasta ahora tratado como un asunto de criminalidad transnacional— en una cuestión de seguridad ontológica. No se trata, según su lógica, de perseguir delincuentes; se trata de combatir estructuras que desafían directamente la soberanía, que erosionan los fundamentos morales del Estado y que siembran el caos en nombre de un orden alternativo.

La decisión de etiquetar a los carteles como entidades equiparables al terrorismo no es un tecnicismo diplomático, sino una declaración de intenciones: no hay ya un terreno común de negociación, sino una línea de exclusión. Al hacerlo, el presidente delimita un “otro” radical, al que no se le aplican las normas del delincuente común, sino las del enemigo en sentido pleno. El jefe del Cartel de los Soles no es presentado como un infractor de la ley, sino como el comandante de una maquinaria hostil que debe ser desmantelada sin condiciones.

Este giro tiene implicaciones profundas. Ya no se busca aplicar justicia, sino asegurar el orden. Y cuando la estabilidad se convierte en el objetivo supremo, el monopolio del uso legítimo de la fuerza no se canaliza únicamente a través de tribunales o acuerdos multilaterales, sino también por medio del ejército, los drones, los comandos especiales. El campo de acción ya no es la corte, sino la selva, el mar, el aire.

La racionalidad jurídica titubea frente a esta lógica. Los expertos discuten si es legal capturar o matar a narcotraficantes en territorio extranjero sin consentimiento del Estado anfitrión. Se preocupan —con razón— por las consecuencias de ignorar la mediación del Congreso o las cortes. Pero esta forma de pensar presupone un mundo donde todos los actores comparten reglas comunes. ¿Qué hacer cuando un adversario —que ostenta el aparato formal de un Estado— actúa como un poder delincuente y transnacional? ¿Cómo tratar a quien utiliza su cargo para proteger rutas de tráfico, infiltrar gobiernos vecinos y desestabilizar regiones enteras?

Aquí, la respuesta de Trump no es técnica, sino existencial. Cuando se considera que la amenaza es absoluta, la respuesta no puede ser parcial. Al afirmar su derecho a actuar, incluso sin el aval de gobiernos extranjeros o instituciones internas, el presidente no está ignorando la legalidad: está fundando otra. Una que parte del principio de que no hay ley que valga si el enemigo destruye la capacidad misma de legislar.

En ese sentido, Trump encarna una forma de liderazgo que asume el peso de las consecuencias. Podría haberse limitado a una condena moral del narcotráfico, o a gestos simbólicos frente a la opinión pública. Pero optó por una vía más áspera y directa, sabiendo que será cuestionada. Para él, no basta con tener razón: hay que producir resultados. Y si esos resultados requieren asumir los costos políticos y legales de la acción, está dispuesto a cargar con ellos. No actúa movido por una ética de la pureza idealista, sino por una ética del gobernante que responde por el destino real de la nación.

Esta postura está alineada con su doctrina: «América Primero: Seguridad mediante la fortaleza», una concepción del Estado que pone por delante la protección de sus ciudadanos, la defensa activa de sus fronteras, el mantenimiento de un aparato militar disuasivo, y la subordinación de alianzas o compromisos multilaterales a beneficios tangibles para el pueblo estadounidense. No hay herejía mayor, para este paradigma, que ceder soberanía ante amenazas que se ocultan detrás de la diplomacia o el relativismo jurídico.

Por eso la recompensa de 50 millones de dólares por Nicolás Maduro no es simplemente una acción policial: es un símbolo. No se trata de arrestar a un individuo, sino de demostrar que su régimen ha sido despojado de toda legitimidad, que ya no representa un interlocutor, sino un objetivo. Al redefinirlo como el líder de una organización hostil y no como jefe de Estado, se desata una cadena de consecuencias que transforma la relación entre países en otra cosa: una confrontación sin posibilidad de reconciliación política, hasta que uno de los polos sea neutralizado.

Muchos analistas criticarán esta postura como una ruptura del orden internacional. Pero esa crítica asume que ese orden sigue existiendo como un marco compartido. En realidad, el escenario ha mutado: actores criminales controlan territorios, financian milicias, y ocupan posiciones de gobierno. Frente a ese paisaje, las respuestas tradicionales son insuficientes.

Trump ha optado por una vía que considera más eficaz: la de señalar al enemigo, aislarlo, y aplicar la fuerza cuando sea necesario, aunque eso implique riesgos legales o diplomáticos. No porque ignore las normas, sino porque parte de una premisa más antigua y brutal: que en ciertas circunstancias, es la decisión —y no la norma— la que salva al Estado.

Puede que el sistema jurídico tiemble ante esta forma de actuar. Puede que los aliados retrocedan. Pero también es posible que, frente a la proliferación de poderes criminales disfrazados de gobiernos, esta lógica se imponga con fuerza creciente. Al fin y al cabo, toda comunidad política nace del acto de decidir quién pertenece a ella y quién debe ser combatido.

Y en esa decisión —incómoda, violenta, pero fundacional— se juega el futuro del orden, incluso en nombre del desorden.

 

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