El domingo 27 de julio, mientras Venezuela amanecía cubierta por el silencio de las urnas y el ruido ensordecedor del desinterés popular, el general Vladimir Padrino López —ese ministro de Defensa con aire de actor cansado— emergió en escena con una denuncia solemne: un avión espía estadounidense, dijo, había violado la Región de Información de Vuelo (FIR) del país. Era el tipo de declaración que en otra época habría generado tensión diplomática, protestas de los gobiernos en la OEA, incluso reuniones de emergencia en el Palacio de Miraflores. Pero esta vez no.
Esta vez todo olía a escenografía.
El régimen, acostumbrado a disfrazar su debilidad con gestos grandilocuentes, necesitaba una distracción. El país no votó —resistencia civil— y la designación de Nicolás Maduro como jefe de una organización narcoterrorista por parte del Departamento del Tesoro de Estados Unidos había dejado a la cúpula del poder desnuda, como en aquella fábula del emperador sin ropa. Había que tapar la vergüenza con una bandera, una amenaza externa, un enemigo clásico: el imperialismo yanqui. Así, el avión RC-135 se convirtió en el nuevo protagonista de un libreto gastado.
Como tantas veces en la historia de los autoritarismos latinoamericanos, el poder recurre al teatro cuando la realidad lo desborda. No importa que el aparato estadounidense no haya violado el espacio aéreo soberano, ni que su presencia esté dentro de los márgenes ambiguos de la FIR, regulados por convenios internacionales. Lo importante es el relato. La dramaturgia del régimen exige un villano y un héroe que lo enfrenta con gallardía —el militar leal, el comandante valiente, el Estado revolucionario—. Todo lo demás es decorado.
Pero la escena tiene grietas. La denuncia del general Padrino no solo pretende cohesionar a una Fuerza Armada Nacional Bolivariana fracturada por dentro —y cada vez más incómoda con el hedor que emana del Cártel de los Soles—, sino también distraer a una población extenuada. Venezuela ya no cree. Ni en los comicios organizados por el régimen, ni en las amenazas extranjeras, ni en la promesa de una patria nueva que se pudrió entre cocaína, corrupción y represión.
Las dictaduras se sostienen en la mentira sistemática y en el miedo disimulado. Lo que vimos ese domingo fue precisamente eso: una mentira servida como arenga y un miedo confesado a medias. Porque si algo teme el régimen de Maduro no es la intromisión de un avión de inteligencia, sino el avance de una estrategia más profunda: una guerra silenciosa que no se libra con tanques ni invasiones, sino con tribunales, sanciones, vigilancia e inteligencia.
Washington ha dejado claro que no necesita balas para cercar al chavismo. Le basta con designar, acusar, documentar. Cada movimiento es quirúrgico. No se trata de invadir, sino de dejar al enemigo sin opciones. Como en una partida de ajedrez o en un juego de Go —ese milenario duelo chino de ocupación territorial—, donde lo que importa no es la captura inmediata, sino la asfixia gradual. Y en eso, Venezuela se encuentra cercada.
La tragedia es que, mientras el mundo observa, el régimen se atrinchera tras una cúpula militar cada vez más implicado en el delito, cada vez más sospechoso, cada vez más irredimible. El teatro puede continuar un tiempo más, pero la farsa tiene fecha de caducidad. El teatr0 puede prolongarse, sí, como una obra mediocre sostenida por actores exhaustos, pero incluso la más obstinada representación tiene su última función. Los regímenes edificados sobre el narcotráfico —y peor aún, sobre el terrorismo— no conocen finales felices: sus protagonistas acaban sentados en los banquillos de tribunales extranjeros, sepultados en tumbas sin nombre o errando, espectrales, en destierros sin gloria. Porque no hay mascarada que resista el paso del tiempo, ni propaganda que logre silenciar para siempre ese temblor íntimo, ese pánico sordo que delata a los culpables cuando cae el telón.
En conclusión, el cabellomadurismo ya no gobierna: se atrinchera. Ya no persuade: improvisa. Y ya no engaña: actúa para sí mismo, como un régimen que ha perdido el país pero aún conserva el telón. La denuncia del avión no fue una respuesta defensiva, sino un acto reflejo de un poder acorralado, que necesita enemigos para ocultar su naturaleza. Pero esta vez, el enemigo no está afuera: está en el expediente judicial que lo nombra cártel narcoterrorista, en la resistencia civil que lo deslegitima, y en los cuarteles donde el silencio se vuelve insoportable. Venezuela no necesita más arengas ni escenografías. Necesita el fin de la obra. Y ese final —por más que lo demoren— ya ha comenzado.