miércoles 4 de junio 2025
Image default
EspañaMigraciónmigrantes venezolanosMúsicaOpiniónRubén Blades

Rubén Blades y yo

Mi primer viaje por España fue para ver al cantante Rubén Blades en vivo. Esta historia ocurrió hace mucho tiempo, pero, de alguna manera, no ha terminado. Era mi primer verano en la vida. Nunca había vivido el cambio de las estaciones y no entendía lo que representaban. Era como un nuevo comienzo que se abría a la par del tiempo y el espacio; aquel que bajo las capas de imponente frío se había hecho inclemente, era otro, era nuevo. Todo cambia y, al parecer, teníamos una nueva oportunidad. Esto era algo extraño porque siempre viví con el mismo clima tropical, con el alma de Caribe, el mar de las cercanías y las montañas que nos cubrían en Caracas, a veces tan indolente, para arroparnos. Ese verano mi mamá llegó a Madrid junto con mi hermana y los días de nostalgia y tristeza, de la incertidumbre y el pesar de la distancia, parecían acabarse. Ya tenía un año viviendo en España, pero ese primer viaje era mi nuevo comienzo. 

Varios meses antes, mientras pensaba sobre mis vacaciones, decidí comprar dos entradas para el concierto de Rubén Blades en Cartagena, Murcia. Una ciudad importante en la historia de la península y con un puerto que se abre, entre dos montañas que fungen como puertas eternas, hacia el Mediterráneo. Este viaje representaría el reencuentro con mi mamá y podría, por primera vez, conocer el país que hoy habito. Sin embargo, no esperaba que ese viaje, más allá de un reencuentro, fuera un retorno a los símbolos que sintetizan mi identidad. El Meditérrano era un recuerdo del Caribe, una idea sonorizada con la salsa que me acompañaba en el viaje, con el ímpetu del ser latinoamericano y llevar con uno las marcas de una vida que no podrá ser sustituida. El descubrimiento del mundo nunca antes visto era una confirmación del mundo conocido, del mundo representativo, del mundo vivo y, muchas veces, lleno de calamidades, el mundo del mar azul y las montañas escarpadas de la cordillera, del mundo ineludible de la ciudad viva, de la ciudad nunca triste, pero siempre marcada por la tristeza. Era el mundo nuevo, una remembranza del mundo vivido. 

El viaje comenzó con una primera parada alicantina. Este primer tramo lo hicimos en autobús y, mientras transcurría el viaje a la par de los olivares perpetuos, de los terraplenes áridos de la España manchega, nada parecía perturbar la manera de visualizar en el paisaje la emoción por el futuro de lo posible y, a su vez, la imperante necesidad de construir con los bloques de esa imagen el recuerdo de mis viajes por Venezuela. Esa misma chispa narrativa de la vida dejada atrás ha sido importante para mi relación con Rubén Blades —desde la distancia de un oyente joven— porque puedo hilar las reflexiones sobre un sentir latinoamericano que sigue vivo, de una historia compartida, de una forma de ver el mundo y volver, siquiera en los recuerdos, a la búsqueda perpetua de América. Luego, nos detuvimos en una gasolinera. Compramos dos cervezas y hablamos, mientras todos los demás fumaban, sobre el tiempo que habíamos estado separados. El sol nos acompañó en la carretera y los pueblos, algunos olvidados y otros con pocos habitantes, se divisaban a la distancia como pequeños enclaves de la vida escondida de una nación que, al mismo tiempo, descubro con la certeza de habitarla y ser uno más. No uno ajeno. Sí, uno diferente, pero uno más.

Al llegar a Alicante, con la luz de la noche y el sonido del mar que tanto extrañaba, con ese hilo de arrastre marino, me encontré con unos amigos y la vida del verano comenzaba. Todo estaba sereno y no había rapidez posible en la embriaguez del mar. Los dos primeros días conocimos algunas playas, nos sentamos en la arena y caminamos por las zonas antiguas. Nos preguntamos por las vidas que habían transitado estos sitios en la historia humana, en los seres que habrían caminado por estas calles estrechas y seguimos, con una que otra pausa para tomarnos una cerveza, conversando sobre lo que había sido este proceso para cada uno, el que se fue y el que se quedó, y nos quedamos con algunas certezas.

Antes de irnos nos encontramos con el suegro de un amigo de mi mamá. Ella le había traído unos recuerdos por encargo. Nos vimos en la estación de trenes de la ciudad, rodeados de viajeros cansados, de visitantes color rojizo camarón y cansados por el disfrute de las vacaciones. Fue un encuentro corto. No lo conocíamos y él no nos conocía, pero al escucharnos su rostro comenzó a enrojecerse y le brotaron unos goterones inmensos de los ojos arrugados. El señor tenía 83 años y había emigrado de Alicante a Venezuela con 14 años de edad. Su memoria de vida estaba construida en Caracas y sus recuerdos eran, al igual que los nuestros, una vena latente de melancolía. Nuestro acento provocó en él un pesar incontrolable. Se sintió nuevamente en la ciudad que le había dado la oportunidad de crecer y formar un futuro y muchas décadas después, en la misma ciudad que lo vio partir de joven, rememoraba su pasado como si hubiese nacido con el alma enraizada en los matorrales del Ávila. Nos agradeció el encuentro y nos dio algunos consejos para disfrutar de la ciudad. No se sentía ajeno. Al final, esa costa Mediterránea lo había visto de niño, pero ya no era solo alicantino. Era venezolano.

Al día siguiente, luego de una mañana en la playa, una siesta y unas cuantas cervezas, abordamos un tren para Cartagena y mientras mirábamos el campo y sus frutos, al adentrarnos en la España profunda sentimos la emoción de volver a estar juntos. Era el ejemplo del amor y el control que mi mamá siempre me ha dado desde la crianza temprana hasta la entereza en las decisiones, de los viajes que han representado crecimiento, pero también mucho miedo y me hizo pensar, mientras ella dormía, en nuestra primera migración de San Cristóbal (Táchira) a Caracas. 

Ella nació en un pequeño pueblo escondido en el páramo andino, donde los límites del mundo eran certeros e inamovibles, donde la vida del campo se despojaba de sus ropajes bucólicos y se transformaba en el purgatorio de los sueños. Tuvo su primera despedida y se fue a la ciudad cercana. En esa ciudad, en ese instante universitario de mi madre, nací yo y los días que eran nuevos para mí se llenaban de preocupación para ella. La ciudad se quedaba pequeña y tomamos un nuevo camino. Viví mi primera despedida y ella revivió la suya. Agarramos nuestras cosas y nos fuimos a Caracas. Los primeros meses fueron difíciles y, aunque mi vida había sido corta, entendí la dimensión de los sacrificios que habíamos realizado y comprendí que las decisiones tomadas se dieron por la imperante certeza de perseguir un futuro mejor para todos. En ese instante, quizás no con tanta claridad, visualicé mi lugar como un individuo capaz de honrar el esfuerzo del pasado, de aquellos que me antecedieron y me dieron las herramientas para construir el privilegio necesario para el conocimiento, para la profesionalización, para la vida mejor que aquellos persiguieron durante mucho tiempo y que, luego, por el menester de los días intrascendentes, nunca encontraron.

Entonces, mientras el tren pasaba por los parajes murcianos y el sol comenzaba su descanso tras los olivares, tras los campos eternos de la península, comencé a construir la tranquilidad del presente. La reflexión sobre el pasado fue el paso necesario para la comprensión de un año de dimes y diretes, de los golpes necesarios para el carácter, de la incertidumbre en la inestabilidad identitaria, de los malos trabajos y los malos pagos, de la tristeza y la nostalgia que se materializaba en una canción, en un aroma, en una foto, en cualquier cosa que me recordara, una vez más, mi despedida. 

Llegamos y ya era de noche. Dejamos todo en el hotel, nos arreglamos y bajamos a un bar cercano. España se conoce a través de sus bares y en ese lugar descubrimos el gusto de las tapas murcianas, el trato amigable y directo, del acento y sus peculiaridades lingüísticas y, sobre todo, volvimos a la calma sonorizada por el mar que se divisaba en el fondo. El concierto era al día siguiente.

Nos levantamos temprano y nos acercamos al puerto. En él pudimos volver a ser esos seres de mar que siempre hemos sido y en un pequeño banquito, en completo silencio, nos sentamos a mirar el horizonte. En la línea que se ve al final de las olas, como un quiebre en el firmamento, el hilo divisor del infinito, pensé en el retorno y en el deseo de volver algún día, antes de que la muerte llegue, a la tierra en la que nací. Con el pasar de los días, mientras conocía los rincones de la ciudad mediterránea, hurgaba en mi alma para entender aquello que ahora, más que nunca, me identificaba y me brindaba identidad en un nuevo lugar. 

¿Cómo entender lo que eres cuando la raíz se ha roto? ¿Cómo pensar el futuro cuando el pasado es incierto todavía? Así como la maestra vida que nunca te prepara para sus enseñanzas, donde las anécdotas y los recuerdos pueden hablar mal de nosotros y, quizás sin quererlo, nos veamos como Ramiro caminando por las esquinas del barrio.

La siguiente parada fue el Teatro Romano de Cartagena. Entramos a la sala y vimos los capiteles en ruina, los bustos sin nariz, la belleza del mundo antiguo que se nos presentaba en la palma de la mano. Caminamos por las escalinatas del teatro y nos sentamos en el escenario y volvimos, mientras el sol quemaba, a preguntarnos por la vida que había transcurrido por estos parajes. Todo el tiempo parecía estar encapsulado en los restos de la vida pasada, en los fragmentos rotos, en las cabezas sin oreja, en los escalones corrompidos por el viento, con pequeñas manchas, pedazos de piedra rota. Todo el error posible de una ruina es, sencillamente, el recuerdo de que algún día hubo gente ahí.

Los escalones de piedra picada quemaban por el imponente sol del verano peninsular. No podíamos caminar mucho porque el calor nos empujaba a perseguir la sombra o, en su defecto, una cerveza bien fría que nos siguiera el paso en ese primer viaje. Paseamos por el centro de la ciudad y esperamos que cayera la noche. Vimos a los migrantes que caminaban por las callejuelas en busca de respuestas, quizás sin conocer el idioma de esa costa a la que habían arribado, con la mirada detenida en el horizonte como si su divisa fuese la eterna creencia de un futuro posible, de un sacrificio que algún día valdrá la pena.

El concierto de Rubén Blades comenzaba a las 11:00 pm. El sol vive por mucho tiempo en la noche veraniega y se esconde con pesar. Nos arreglamos con la vestimenta de un jolgorio. Era la primera fiesta después de mucho tiempo y, además, era una celebración del camino empedrado que se había transitado para llegar a ese momento. Un camino que había seguido con la misma perseverancia de Pablo Pueblo, de aquel que todos los días se levantaba en la mañana, con las lagañas del cansancio nocturno, para construir los detalles que antes daba por hecho.

La migración es un enfrentamiento directo con la idea de crear de cero. Es, incluso, un proceso totalmente mesiánico. Todo lo que se había obtenido por el derecho divino de haber nacido se tiene que reformular o, en su defecto, hacerse nuevamente. Esto lo aprendí con el mismo devenir de mis pasos. Al llegar tenía un objetivo muy claro y quería que todo ocurriera de una vez. Quería el buen trabajo, la buena casa, el buen cariño y la vida que algún día me habían brindado. Quería lograr todo lo necesario para encontrarme con mi familia lo más rápido posible. Quería tener la estabilidad suficiente para visitar mi país nuevamente y evitar que la nostalgia anidara en mi corazón. Quería lo que todos queremos al irnos. Sin embargo, nada de esto ocurrió con la rapidez que yo esperaba. Eso me enseñó que, más allá de la certeza de que todo en la vida necesita tiempo, ahora me tocaba construirme por entero con las herramientas que la vida en Venezuela me había dado y entender que las cosas sencillas que damos por hecho un día pueden transformarse en nuestro más grande deseo otro día. 

Por eso mi relación con Rubén Blades se hizo más cercana en ese momento. La vida que él era capaz de contar en sus canciones era la vida de mis antepasados, la vida de mi ciudad, mi propia vida y sus ideales de unidad eran los mismos que en mi corazón se posaban con mucho fervor. Todos somos diferentes, pero nuestros pueblos persiguen la añoranza de volver por los caminos verdes, de darle gracias a Maria Lionza por un día más, de romper con el plasticismo que nos hace seres vacíos y apostar todo por nuestra esencia.

La noche llegó y caminamos al auditorio Paco Martín. Era un escenario al aire libre, justo al lado del teatro romano y al frente del puerto. La vista eterna del mar estaba a espaldas de la orquesta y, de alguna manera, agradecimos la hermosa coincidencia de disfrutar un concierto de salsa frente al mar y escuchar los timbales junto al sonido tenue de las olas nocturnas que se adueñaban de la tierra a la luz de la luna. 

Rubén Blades salió a las 11:00 pm y cantó hasta las 2:00 am. Fueron tres horas sin descanso. Cartagena es una ciudad con poca migración latinoamericana. Se notaban pocas banderas en la grada. La mayoría eran venezolanas. Yo creo que todos ellos, al igual que nosotros, también buscaban una respuesta en sus canciones. Ellos esperaban revivir la vida pasada que parecía tan lejana. 

Los demás asistentes disfrutaban con tranquilidad. Intentaban dar un par de pasos sueltos, de soltar sus caderas tan tiesas, de liberar las tensiones en los ritmos del Caribe. Para nosotros era una memoria viva; un instante de volver al pasado, así como habíamos estado toda la vida, juntos ante cualquier adversidad. Era la migración del pueblo a la ciudad; era el viaje de San Cristóbal a Caracas; era la infancia en Pérez Bonalde y en Gato Negro; era la adolescencia en La California y en Mariche; los viajes a San Simón y Patiecitos; era los fines de semana en Chuspa y los paseos por el páramo. Era la Gran Sabana y la magnificencia de la naturaleza. Era la llegada a España y el deseo por nuestro reencuentro.

La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, pregonaba Rubén. El mar sonaba al fondo y se mezclaba con el cielo de luna llena. Los barcos se movían lentamente. El teatro romano se mantenía impoluto a nuestro lado. Todo pasaba y nunca lo notamos hasta que el cantante, con el agotamiento de los años y la experiencia de un show perfecto, alzó su voz para una última canción. La noche se aquietó y las calles estaban vacías. Buscamos un bar, pero no había nada abierto. Nos reímos todo el camino. Contamos anécdotas del pasado. Recordamos a familiares y amigos que teníamos mucho sin ver y en un instante, como una revelación estelar, entendimos que la plenitud del futuro estaba atada al enriquecimiento de nuestra memoria.

La entrada Rubén Blades y yo se publicó primero en El Diario.

Related posts

Censo 2024 de Chile confirmó que la mayoría de migrantes son de Venezuela

VenezuelanTime

Carlo Ancelotti deja el banquillo del Real Madrid y no estará en el Mundial de Clubes

VenezuelanTime

Emboscada antimigrante en los tribunales: “Buenos días, somos agentes de migración, ¿ya cerraron su caso?”

VenezuelanTime