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OpiniónOscuro junio de Berruecos: Donde una conjura militarista asesinó al Gran Mariscal civilistapor José Ignacio Moreno Leónl

Oscuro junio de Berruecos: Donde una conjura militarista asesinó al Gran Mariscal civilista, por José Ignacio Moreno Leónl

“¡Ay, balazo!” fue su postrera expresión cuando una bala le atravesó el corazón y otras dos impactaron en su cráneo. Su cuerpo cayó en el fangal del camino aquella triste mañana del 4 de junio de 1830. Allí permaneció hasta el día siguiente, en el sitio de La Jacoba, en la lúgubre montaña de Berruecos, al norte de Pasto. Fue en ese solitario lugar de Colombia donde mezquinos caudillos militares, impulsados por sus miopes complejos separatistas, segaron con el vil asesinato del joven Gran Mariscal de Ayacucho —el más noble y civilista prócer de la independencia— los últimos intentos del Libertador por salvar la Gran Colombia.

Había nacido en Cumaná, Antonio José de Sucre, el 3 de febrero de 1795, descendiente por ambas ramas de la más alta alcurnia de esa provincia. Formado desde los 15 años en la clase de ingeniería militar en Caracas, Sucre se alistó como teniente de ingenieros bajo las órdenes de Miranda, participando en 1813 y 1814 en campañas junto a Mariño y Bermúdez, alcanzando el grado de teniente coronel. El joven patriota emprendió una de las gestas más brillantes de la independencia, participando en 1815 en la defensa de Cartagena como jefe del Estado Mayor de Mariño. Bolívar lo ascendió a coronel y, en 1819, cuando apenas tenía 24 años, lo nombró general de brigada.

A su ya notable carrera militar, Sucre sumó sus primeros méritos como gran diplomático y hábil negociador. En 1820, el Libertador lo comisionó para negociar con Pablo Morillo el histórico tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra. Luego vendrían relevantes contiendas épicas fuera de las fronteras patrias: en 1821, la batalla de Yaguachi aseguró la independencia de Guayaquil; en 1822, triunfó en la batalla de Pichincha, logrando la incorporación de Ecuador a la Gran Colombia, y fue ascendido por Bolívar a general de división.

El 9 de diciembre de 1824, Sucre alcanzó el histórico triunfo de Ayacucho, que consolidó la independencia iberoamericana y le mereció el ascenso a general en jefe y el título de Gran Mariscal de Ayacucho. De esta gesta, Bolívar afirmó:

“…el Gran Mariscal de Ayacucho es el valiente de los valientes, el leal de los leales, el amigo de las leyes y no del despotismo, el partidario del orden, el enemigo de la anarquía…”

En 1825, Sucre fue electo presidente vitalicio y fundador de Bolivia, cargo que desempeñó solo hasta agosto de 1828, motivado por su deseo de dedicarse a la vida civil. Se trasladó a Quito para contraer matrimonio con Mariana Carcelén, la Marquesa de Solanda. Allí permaneció hasta finales de enero de 1829, cuando, atendiendo al llamado de Bolívar, asumió el mando del ejército de Colombia para detener la agresión del Perú en la batalla de Tarqui, asegurando los derechos territoriales del Ecuador. Fue esa su última contienda militar, en la que, irónicamente, tuvo que combatir y derrotar a varios camaradas y soldados con quienes había triunfado en Ayacucho. Esta dolorosa situación lo llevó, una vez más, a solicitar a Bolívar su relevo de todo mando y de toda función pública. Retornó a su hogar en Quito, donde el 10 de julio nació su única hija.

Ante el inminente peligro de disolución de la Gran Colombia, Bolívar volvió a comprometer a Sucre, esta vez como integrante del llamado Congreso Admirable, instalado en Bogotá en enero de 1830. De este fue electo presidente. Posteriormente, fue comisionado para impedir el desmembramiento de la Nueva Granada ante la rebelión en Venezuela, gestión que resultó infructuosa. Motivado por las acciones separatistas de los caudillos castrenses, Sucre escribió a Bolívar proponiéndole excluir a los militares del poder público como única forma de salvar la Gran Colombia. A su juicio, los militares, movidos por ambiciones personales, habían sido los causantes de la crisis y la desunión, abusando de su poder e influencia. El esfuerzo fue inútil. Las intrigas militaristas se intensificaron, por lo que, desilusionado, emprendió en junio el viaje de regreso a Quito, con el fatal desenlace en Berruecos.

Cuando se cumplen 195 años del vil asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho, sus virtudes, principios éticos y conciencia civilista resaltan como ejemplo de un visionario joven héroe: constructor de repúblicas, promotor de la educación y mártir de nuestra gesta emancipadora. En sus tres años como presidente de Bolivia, Sucre organizó las finanzas públicas, velando por la pulcritud en el manejo de los fondos del nuevo Estado. En su mensaje de despedida al Congreso boliviano expresó:

“…En el retiro de mi vida veré mis cicatrices y nunca me arrepentiré de llevarlas, cuando me recuerden que para formar a Bolivia preferí el imperio de las leyes a ser tirano o el verdugo que llevara siempre una espada pendiente sobre la cabeza de los ciudadanos…”

Y al final de esa proclama solo pidió al Congreso, como premio a su esfuerzo, que se levantara la inmunidad que le garantizaba la Constitución para que su obra fuese examinada “escrupulosamente”, comprometiéndose a someterse al fallo de las leyes si alguna irregularidad le fuera encontrada.

En carta a Bolívar del 23 de enero de 1829 le escribió:

“Una buena suerte me pone fuera del caso de los generales de Napoleón, de quienes se decía que después de ricos no querían trabajar. No cuento para vivir más que lo que tiene mi futura mujer, y estoy contento. Ella me dará el pan, y yo le daré los honores que me ha dado la guerra, porque aún renunciaré los títulos… Una bonita casa de campo y unos buenos libros satisfarán toda mi ambición.”

Ese era Antonio José de Sucre: un honesto prócer civilista, apóstol de la libertad y de la igualdad, cuya joven vida fue segada por la envidia y las ambiciones militaristas que se complotaron para enterrar en Berruecos la inmensa obra de la unidad continental. Aquel que aspiraba a ver instaurada una gran república con un ejército limitado a ser servidor de sus instituciones. Ese héroe y mártir de la independencia latinoamericana presentía, quizás, lo trágico que sería para las instituciones de las nacientes repúblicas la recurrencia del militarismo en funciones de gobierno.

El caso venezolano es dramático: desde el surgimiento del país como nación independiente, 22 caudillos militaristas han ejercido el control autoritario del poder en distintas épocas —incluyendo casi tres décadas de la tiranía gomecista— y solo 13 civiles con visión democrática han estado al frente del gobierno.

El Libertador, en plena convalecencia, al recibir el 1.º de julio la noticia del vil asesinato del héroe de Ayacucho, exclamó:

“¡Se ha derramado, Dios excelso, la sangre del inocente Abel…!”
Y pronunció un mensaje lapidario que define la estatura moral de Antonio José de Sucre:

“Como soldado, fuiste la victoria.
Como magistrado, la justicia.
Como vencedor, la clemencia.
Como amigo, la lealtad.
Para tu gloria, lo tienes todo ya.
Lo que te falta, solo a Dios le corresponde dártelo.”

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