En una declaración aberrante que pisotea los principios más elementales de la humanidad, el gobierno de Trinidad y Tobago ha izado la bandera de la crueldad al amenazar con emplear “fuerza letal” contra embarcaciones provenientes de Venezuela.
Esta postura, camuflada como defensa de la soberanía, no es más que una declaración de guerra contra un pueblo que huye del colapso, el hambre y la desesperación de la criminal dictadura de Nicolás Maduro y su banda.
No podemos olvidar la ironía lacerante de esta situación. Durante décadas, los trinitarios cruzaron el mar hacia Venezuela en busca de mejores condiciones de vida.
Llegaron por cientos a parir en nuestros hospitales, a recibir atención médica, a buscar un futuro, y Venezuela los acogió con el corazón y los brazos abiertos.
¿Cómo puede ahora un país, que conoce el peso de la historia y que alguna vez formó parte de la Gran Venezuela, volverse tan insensible ante la tragedia que se desborda desde estas costas vecinas?
Las palabras del gobierno trinitario, que prometen “medidas inmediatas y decisivas” para proteger sus aguas territoriales, resuenan como un eco de frialdad e insensibilidad en un mundo ya fracturado por la intolerancia.
No se trata de barcos de guerra cruzando fronteras; son balsas frágiles cargadas de familias, niños, sueños rotos y esperanzas que se aferran a la vida.
Son personas empujadas por la miseria y el abandono de una tiranía criminal, que arriesgan todo en un mar traicionero para encontrar un respiro, un futuro, una oportunidad de no morir olvidados.
En lugar de tenderles una mano, como Venezuela lo hizo por años con los trinitarios, el gobierno de Trinidad y Tobago les apunta con un arma.
Es desgarrador imaginar la escena: un padre remando con manos temblorosas, una madre abrazando a su hijo contra el viento salado, enfrentándose no solo a las olas, sino ahora a la amenaza de un disparo.
¿Qué clase de soberanía se defiende cuando el precio es la vida de los inocentes? ¿Qué seguridad se construye sobre el cadáver de la compasión?
La decisión de reforzar la seguridad marítima con “fuerza letal” no protege a un país; lo condena a cargar con la mancha de la inhumanidad.
Trinidad y Tobago se encuentra en una encrucijada moral.
Este no es el momento de cerrar puertas ni de empuñar la violencia, sino de recordar que la verdadera fortaleza de un pueblo radica en su capacidad de empatía.
Venezuela, a pocos kilómetros de distancia, se desangra bajo el peso de una dictadura que no respeta fronteras.
Sus ciudadanos no somos invasores; somos víctimas de un sistema que nos ha abandonado, de una economía que nos ha triturado, de un destino que nos ha obligado a lanzarnos al abismo.
Es hora de que el gobierno trinitario reconsidere su postura y escuche el latido de la solidaridad.
En lugar de amenazas, que haya puentes; en lugar de armas, que haya refugio.
La soberanía no se mide en líneas trazadas en el agua, sino en la capacidad de un país para actuar con grandeza frente al dolor ajeno.
El mundo observa, y la historia no perdona a quienes eligen la fuerza sobre la humanidad.
Que Trinidad y Tobago no se convierta en un símbolo de rechazo, sino en un faro de esperanza para quienes navegan en la oscuridad. Porque en cada embarcación que cruza el mar no hay solo migrantes; hay hermanos, historias, vidas que merecen ser salvadas.
¡Tengan presente que amenazas tan miserables como esas no se olvidan jamás!.