
Juan Manuel Fernández-Ramos está convencido de que, luego de 72 horas, todo lo que dice un preso es mentira. Un recluso le contó que tenía cinco motos en México y él le respondió que tenía diez en Cuba. Otro que guardaba miles de dólares para cuando saliera del penal, y él que acaparaba millones. “Todos sabemos que es mentira, ¿pero de qué vamos a hablar después de cinco meses aquí juntos?”. Es, entre sus ocho compañeros de la celda A1, quien más tiempo lleva en el centro de detención de adultos IAH Polk, en Livingston (Texas), a donde la ofensiva antimigratoria de Donald Trump ha llevado a muchos extranjeros que ahora esperan una posible deportación. Hay días en que Alejandro García, su vecino de la cama de al lado, se voltea a preguntarle qué cree de los oficiales de migración, si piensa que habrá una oportunidad para ellos. “Pero ya le dije que no me preguntara más, cada vez que lo hace le digo cien mentiras, yo ni soy migración, ni soy el ICE [Servicio de Inmigración y Aduanas]”.
Por El País
El tiempo pasa lento en la cárcel y a veces hasta parece que no transcurre, que siempre ha sido la misma larga noche desde que llegaron. En una serie de videollamadas a lo largo de cuatro semanas, varios reclusos de la celda A1, de ocho personas, cuentan a EL PAÍS cómo es su vida allí dentro, todo lo que han perdido y por lo que aún añoran. Los hombres no tienen dudas de que todo aquel que termina en el centro de Livingston es porque deberá abandonar Estados Unidos.
Si así fuera, a Juan le dolería. Echaría por tierra tantas cosas: el largo viaje de 145 kilómetros en balsa, atravesando desde Cuba el Estrecho de Florida; la casa en Tampa, sus tres años de trabajo como repartidor de la cadena Costco, incluso su relación con Jessy, la novia de hace tiempo, con quien se iba a casar cuando los oficiales del ICE lo detuvieron. Fue multado por exceso de velocidad y conducir después de tomar unas cervezas en febrero, cuando manejaba a solo tres minutos de casa. Sin embargo, si mañana le dijeran que se va, que tiene que abandonar el país, sentirá también un gran alivio. El centro de Livingston es, dice este cubano, el “infierno”.
A las cinco de la mañana los guardias abren la ruidosa puerta de hierro de la celda para dejarles el desayuno: leche con cereal, a veces pan o avena, a veces un arroz que les sabe a plástico. “Es incomible”, asegura Juan, de 30 años, que come algo y luego vuelve a echarse a la cama, la de abajo, en la segunda de cuatro literas que abarcan casi todo el espacio de la celda. El resto lo ocupan una mesa y el baño, que no tiene puertas, donde improvisaron una cortina para no verse desnudos, orinando o defecando, o sabrá Dios.
“Esto es lo más feo que he visto en mi vida”, asegura Juan. “Acá los gordos se ponen flacos, y los flacos no se ven”. Él mismo, que pesaba 97 kilos, tiene ahora un cuerpo de 84. No está seguro de que realmente consuma la dieta diaria de entre 2.400 y 2.600 calorías que, según Tricia McLaughlin, actual Subsecretaria de Asuntos Públicos del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), los nutricionistas prescriben para cada detenido de los centros del ICE. Lo dijo tras varias acusaciones de migrantes arrestados en todo el país, molestos por la indebida alimentación que les garantizan. Aun así, la funcionaria rebatió las denuncias: “Las comidas están certificadas por dietistas”, dijo. “Garantizar la seguridad y el bienestar de las personas bajo nuestra custodia es una prioridad absoluta para el ICE”.
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