En el vasto teatro de la historia contemporánea, uno de los más nefastos capítulos de la nación venezolana no ha sido otro que el surgimiento y la consolidación del chavismo, un régimen narco-terrorista que, bajo el disfraz de una revolución popular y una utopía socialista, ha llevado a Venezuela a las profundidades de la ruina, la miseria y la humillación.
Este proceso, orquestado meticulosamente por las élites comunistas que controlan la isla de Cuba, ha sido más que una mera catástrofe política y económica; ha sido, sin lugar a dudas, una guerra híbrida sin parangón, un asedio complejo y multifacético que no ha dejado piedra sobre piedra en la estructura nacional venezolana. Es un hecho incontrovertible que el chavismo no solo ha implosionado la estabilidad económica de Venezuela, sino que ha trastocado las bases mismas del país, dejando a la nación en un estado de postración casi irreversible. En su afán de consolidar el poder, el régimen ha orquestado la destrucción sistemática de la economía nacional, que alguna vez fue una de las más prósperas de América Latina.
La industria petrolera, columna vertebral de la economía venezolana, ha sido objeto de un desmantelamiento premeditado y calculado. El capitalismo petrolero, esa fuerza motriz que durante más de un siglo mantuvo a Venezuela en la senda del progreso, ha sido alevosamente destruido por la ineptitud y la corrupción rampantes. Las refinerías, antaño joyas de la ingeniería moderna, se han convertido en ruinas vacías, saqueadas y desmanteladas, mientras la producción de crudo se desplomaba a cifras históricas, haciendo que el país perdiera su lugar como uno de los mayores exportadores de petróleo del mundo.
La industria, en general, ha sido aniquilada por un cúmulo de medidas absurdas, desde la expropiación masiva de empresas hasta la imposición de controles que asfixian la iniciativa privada. La agricultura, otrora un motor vital para el país, fue arrasada con políticas que no solo desincentivaron la producción nacional, sino que empujaron a los agricultores a abandonar la tierra en busca de una supervivencia cada vez más imposible. En las zonas rurales, la miseria se apoderó de los campos, mientras las grandes urbes se colapsaban bajo el peso de la migración interna y el desarraigo.
Las consecuencias de esta devastación económica han sido profundas y abrumadoras. Venezuela, que en otros tiempos fue sinónimo de abundancia y riqueza, se convirtió en el epicentro de una crisis humanitaria que ha arrastrado a millones de compatriotas a un abismo de pobreza extrema, malnutrición y desesperanza. La hiperinflación que pulverizó la moneda nacional, y la escasez de bienes esenciales, desde alimentos hasta medicamentos, han marcado la cotidianidad de una población que, atrapada entre las garras del hambre y la represión, ha visto su futuro desvanecerse ante sus ojos.
Si la destrucción económica ha sido monumental, la devastación de los servicios públicos ha sido una de las facetas más crueles de este proyecto hegemónico. El sistema eléctrico, antaño uno de los más avanzados de América Latina, se ha convertido en un gigantesco coloso de apagones interminables, cuyo colapso ha afectado la vida de millones de venezolanos. Las autoridades, lejos de invertir en la modernización de la infraestructura, han preferido cargar las culpas a factores externos, mientras la población se ve obligada a sobrevivir en un país donde la electricidad es un lujo inalcanzable.
El agua, esa fuente de vida primordial, ha sido igualmente objeto de un colapso estruendoso. Las grandes ciudades, que alguna vez presumieron de contar con un sistema hídrico eficiente, hoy padecen de sequías crónicas y racionamientos absurdos, obligando a las familias a depender de costosos camiones cisterna o, en el peor de los casos, a consumir agua contaminada, con los riesgos sanitarios que ello conlleva. El gas, imprescindible para la cocina, se ha convertido en una mercancía escasa, reservada solo para los más poderosos, mientras que la mayoría de la población debe recurrir a los métodos más primitivos y peligrosos para subsistir.
La miseria de estos servicios esenciales refleja la gravedad del asedio al que se somete a un pueblo al que se le arrebata hasta lo más básico para vivir con dignidad. En este contexto de colapso total, la hambruna se impuso como una suerte de arma geopolítica, una manifestación brutal y desalmada de la guerra híbrida que el chavismo, junto con sus aliados cubanos, ha desatado contra los venezolanos. Con el propósito de quebrar el espíritu libertario del pueblo, el régimen ha creado un sistema económico donde la escasez de alimentos no es un accidente, sino una política deliberada, un medio de control social que priva a los ciudadanos de lo esencial para que dependan exclusivamente del aparato estatal para sobrevivir.
La devastación económica, la falta de servicios básicos y la incesante persecución política han obligado a millones de venezolanos a emprender una diáspora sin precedentes en la historia de América Latina. La migración forzada, que ha alcanzado cifras colosales, no es un simple fenómeno social; es la consecuencia directa de una guerra de expulsión y despojo. Las fronteras de Venezuela se han llenado de hombres y mujeres que buscan huir de la pobreza y la miseria, buscando refugio en países vecinos, mientras que otros, más desesperados aún, han puesto sus esperanzas en tierras lejanas, al otro lado del océano.
Este cataclismo, sin embargo, no es solo obra del chavismo per se, sino de un entramado más amplio, de un plan concebido en las sombras por los infernales hermanos Castro, quienes, desde los primeros días de la revolución chavista, vieron en Venezuela un tablero geopolítico ideal para perpetuar su dominio en América Latina. El uso de Hugo Chávez como un peón dentro de un escenario de guerra híbrida es evidente. No fue mera casualidad que los Castro, a través de su aparato de inteligencia y de control social, empujaran a Venezuela a la senda del neo comunismo hambreador, donde la militarización de la sociedad y la destrucción de las instituciones republicanas se convirtieron en una prioridad estratégica.
Raúl Castro, el cerebro detrás de las políticas más nefastas que han marcado el chavismo, ha manipulado astutamente a las élites venezolanas para transformar al país en un satélite dependiente, cuyo rol no es otro que el de servir de base para operaciones ilícitas, especialmente en el ámbito del narcotráfico.
La degeneración de las Fuerzas Armadas Nacionales en mega carteles internacionales y la instauración de una infraestructura paralela que abarca desde el tráfico de drogas hasta el contrabando de recursos naturales, ha sido una de las más grandes traiciones a la soberanía de Venezuela. Lo que en su momento fue una nación próspera, se ha transmutado en un gigantesco cartel, donde el crimen organizado y el narcotráfico han sido elevados a la categoría de política de Estado.
Ante tal panorama de ruina y destrucción, los venezolanos se ven ante una disyuntiva trágica pero necesaria: ¿Cómo responder ante esta guerra híbrida que nos ha sido declarada? En este sentido, el pueblo venezolano tiene el derecho, no solo moral, sino jurídico, de defenderse. La lucha por la libertad y la justicia no es una opción, es una obligación, y frente a un régimen que ha demostrado ser incapaz de garantizar la vida, la libertad y la propiedad, la resistencia armada es el único camino viable.
Como señala la historia, cuando un pueblo es sometido a una tiranía absoluta, el derecho a la autodefensa se convierte en una necesidad imperiosa. La comunidad internacional, en especial los Estados Unidos, tiene la oportunidad ética y política de brindar asistencia a los venezolanos en su lucha por la libertad. La operación multinacional de rescate militar, es un recurso totalmente legítimo en un contexto de opresión tan extrema, donde la vida de millones de venezolanos está en juego.
Venezuela necesita con carácter de urgencia ser liberada de la tiranía de un régimen narco-terrorista y genocida. Los venezolanos, armados con la justicia, el amor a su patria y la dignidad humana, deben levantarse en total resistencia popular, conscientes de que su lucha no solo es por la supervivencia de su nación, sino por la restitución de un orden moral que el chavismo ha destruido. La guerra híbrida impuesta por Castro y Chávez debe ser respondida con toda proporcionalidad y valentía.
La gravísima agresión sufrida por el pueblo debe responderse con la fuerza de los ideales de libertad y justicia que una vez hicieron grande a Venezuela. Así, con el apoyo militar internacional y el valor de su pueblo rebelado, Venezuela podrá renacer, resurgiendo de las cenizas de un régimen que pretendió someterla, para recuperar su soberanía y su dignidad.