VenezuelanTime
Image default
Miguel Méndez FabbianiOpinión

Miguel Méndez Fabbiani: ¿Qué hará el Ejército Nacional Venezolano?

El ejército venezolano, como cuerpo armado y depositario de las esperanzas republicanas, nació en los albores de la independencia con el ímpetu de los hombres que, como El Generalísimo Francisco Sebastián de Miranda, portaron en su pecho la visión cosmopolita de la libertad y el desvelo por la dignidad humana; su germen institucional fue apenas un destello fugaz entre conspiraciones, divisiones, derrotas y resurrecciones, hasta consolidarse bajo la égida ciclópea de su Excelencia El Libertador Simón Bolívar, quien, en las montañas y llanuras, transmutó en doctrina y jerarquía el ardor popular de campesinos y artesanos transformados por su inigualable carisma personal en bizarros soldados de la emancipación. La epopeya de la independencia, cuyo fragor aún resuena en las páginas venerables de la historia, halló en “El León de Payara” y “Centauro de Los Llanos” General en Jefe José Antonio Páez la encarnación popular del sacrificio: él, llanero indómito, supo conferirle a la tropa criolla no solo la bravura del coraje, sino la estructura de un ejército nacional, parido en medio de privaciones, descalceces y hambres, pero cuya obstinación alcanzó el paroxismo de la victoria en Carabobo, cuando la filosa espada republicana se impuso definitivamente sobre la inaguantable opresión colonial. Más, la grandeza de la independencia dio paso, tras el ocaso del cometa fulgurante de Bolívar, a la necesaria separación de la Gran Colombia; allí, el ejército venezolano se inclinó, con su silencio y su fuerza implícita, hacia la afirmación de una soberanía particular, a menudo manipulada por facciones políticas crematísticas que hallaron en las armas no solo el resguardo de la patria, sino el instrumento decisorio de sus querellas personales.

De esta manera, la nueva república heredó una fuerza armada aún gloriosa en la memoria, pero profundamente dividida en lealtades encontradas. En este escenario desarticulado gravitó el accidentado e incivil siglo diecinueve venezolano. La Guerra Federal, esa sanguinaria conflagración intestina que desgarró el cuerpo nacional en nombre de la igualdad y la descentralización, mostró al ejército en su condición más doliente: dividido en banderías, usado por caudillos que enarbolaban pendones de facción más que de patria, derramando inútilmente sangre venezolana contra sí misma, como si la independencia hubiese parido una libertad enlutada. De aquel cataclismo social emergió la figura estabilizadora del General y Doctor Antonio Guzmán Blanco, quién, con su europeísta modernismo despótico, procuró unificar nuevamente al ejército, imbuyéndolo de ordenamiento y reestructuración, aunque al precio de someterlo a su inmoderada ambición personal y al cesarismo obsceno de su poder particular. No obstante, la fragmentación reapareció con el siglo XIX tardío, cuando los caudillos militares regionales convirtieron las armas de la república en patrimonio de sus montoneras, y el ejército volvió a fraccionarse en decenas de micro ejércitos particulares, donde la lealtad se debía más al jefe local que al ideal lejano de la nación abstracta.

Solo con la irrupción de Juan Vicente Gómez, aquel improbable hacendado del Táchira, pudo el ejército reencontrar una unidad institucional: Gómez, con férrea mano, refundó la institución armada como soporte del Estado moderno, otorgándole organización permanente, jerarquía profesional y obediencia incuestionable, a costa, claro está, de sujetarla a la inflexible égida del autoritarismo andino sectario. Con este hegemón, el ejército venezolano se transformó en un preeminente y monolítico poder nacional jerarquizado, estructurado y duradero, garante del orden, la paz interna y la próspera centralización estatal. La caída de la dictadura militar en el 23 de enero de 1958 abrió, sin embargo, un sendero distinto: el ejército, curtido en obediencia, se reconoció como evolucionada institución democrática, supeditada a la Constitución y subordinada a la profesional civilidad republicana, y por decenios abrazó el mandato de custodiar la libertad política y la alternancia democratica pacífica, evitando, en lo posible, las tentaciones infernales de las pululantes intrigas palaciegas.

Pero la historia patria, lamentablemente siempre proclive a las sombras conspirativas, envidiantes y resentidas, conoció con el neomarxista enajenado de Hugo Chávez Frías un complot incubado en el seno de los cuarteles: el comunismo, disfrazado de bolivariana redención social, corrompió las entrañas castrenses juveniles y condujo a dos absurdos intentos de golpes de Estado fallidos, donde quedó en evidencia la fractura moral de una institución que, otrora gloriosa, se deslizó lentamente hacia la vergonzante ignominia izquierdista. De allí en adelante, las Fuerzas Armadas (no todas) parecieron degenerarse en un cuerpo abyecto, prostituido al narcotráfico y al terrorismo, convertido en vulgar apéndice de cárteles chavistas y en instrumento vil de opresión contra el propio pueblo humilde al que juró defender. Ante semejante declive, resulta imperioso levantar una admonición a las nuevas generaciones militares: Ustedes hermanos verdeoliva no están, en modo alguno, condenados a hundirse con el naufragio de un narco-régimen que los arrastra sin ninguna necesidad a su completa autodestrucción. La historia les ofrece ejemplos de redención oportuna y de grandeza histórica; de Bolívar a Páez, de Carabobo al 23 de enero. Para ustedes todavía resplandece el llamado a reivindicar la majestad pérdida en las gloriosas armas de la república, siempre sujetas al pacto constitucional.
Por ello, cabe exhortarles a que, en el contexto actual de insucesos, el 28 de julio próximo pasado se les presenta a ustedes como una fecha cardinal, y por ello el pueblo venezolano le exige a su Fuerza Armada que acepte con gallardía y serenidad el veredicto electoral de la nación soberana, y reconozcan que la fidelidad suprema de un soldado patriota, no es hacia un hombre ni hacia una camarilla narco-terrorista, sino hacia la Constitución, la República y el pueblo. La juventud militar debe comprender en este instante supremo de la patria que su destino manifiesto no es, ni será jamás, perpetuar la infamia de unos pocos traidores a su país y a su bandera, sino, por el contrario, rescatar el honor mancillado de un imbatible ejército continental que nació entre clarines de libertad, se templó en sacrificios inmortales y hoy aguarda expectante la irrefrenable rectificación de todos sus hijos.
Que les quede claro hermanos de armas, pues, que hundirse con el régimen de Nicolás Maduro no es fatalidad inexorable, sino inverosímil decisión personal fatal; y que la historia, siempre implacable en sus juicios, sabrá distinguir entre quienes mancharon el uniforme con la corrupción, la represión y el narcotráfico, y quienes, con nobleza, supieron reinstaurar la dignidad de las armas como guardia celosa del sistema democrático institucional.

Related posts

La fuerza ciudadana, por Omar González Moreno

VenezuelanTime

Orlando Viera-Blanco: 45 Vs. 47: Letra muerta Vs. Letra viva

VenezuelanTime

Marcos Hernández López: ¡El efímero poder político!

VenezuelanTime