El ejército venezolano, como cuerpo armado y depositario de las esperanzas republicanas, nació en los albores de la independencia con el ímpetu de los hombres que, como El Generalísimo Francisco Sebastián de Miranda, portaron en su pecho la visión cosmopolita de la libertad y el desvelo por la dignidad humana; su germen institucional fue apenas un destello fugaz entre conspiraciones, divisiones, derrotas y resurrecciones, hasta consolidarse bajo la égida ciclópea de su Excelencia El Libertador Simón Bolívar, quien, en las montañas y llanuras, transmutó en doctrina y jerarquía el ardor popular de campesinos y artesanos transformados por su inigualable carisma personal en bizarros soldados de la emancipación. La epopeya de la independencia, cuyo fragor aún resuena en las páginas venerables de la historia, halló en “El León de Payara” y “Centauro de Los Llanos” General en Jefe José Antonio Páez la encarnación popular del sacrificio: él, llanero indómito, supo conferirle a la tropa criolla no solo la bravura del coraje, sino la estructura de un ejército nacional, parido en medio de privaciones, descalceces y hambres, pero cuya obstinación alcanzó el paroxismo de la victoria en Carabobo, cuando la filosa espada republicana se impuso definitivamente sobre la inaguantable opresión colonial. Más, la grandeza de la independencia dio paso, tras el ocaso del cometa fulgurante de Bolívar, a la necesaria separación de la Gran Colombia; allí, el ejército venezolano se inclinó, con su silencio y su fuerza implícita, hacia la afirmación de una soberanía particular, a menudo manipulada por facciones políticas crematísticas que hallaron en las armas no solo el resguardo de la patria, sino el instrumento decisorio de sus querellas personales.
De esta manera, la nueva república heredó una fuerza armada aún gloriosa en la memoria, pero profundamente dividida en lealtades encontradas. En este escenario desarticulado gravitó el accidentado e incivil siglo diecinueve venezolano. La Guerra Federal, esa sanguinaria conflagración intestina que desgarró el cuerpo nacional en nombre de la igualdad y la descentralización, mostró al ejército en su condición más doliente: dividido en banderías, usado por caudillos que enarbolaban pendones de facción más que de patria, derramando inútilmente sangre venezolana contra sí misma, como si la independencia hubiese parido una libertad enlutada. De aquel cataclismo social emergió la figura estabilizadora del General y Doctor Antonio Guzmán Blanco, quién, con su europeísta modernismo despótico, procuró unificar nuevamente al ejército, imbuyéndolo de ordenamiento y reestructuración, aunque al precio de someterlo a su inmoderada ambición personal y al cesarismo obsceno de su poder particular. No obstante, la fragmentación reapareció con el siglo XIX tardío, cuando los caudillos militares regionales convirtieron las armas de la república en patrimonio de sus montoneras, y el ejército volvió a fraccionarse en decenas de micro ejércitos particulares, donde la lealtad se debía más al jefe local que al ideal lejano de la nación abstracta.
Solo con la irrupción de Juan Vicente Gómez, aquel improbable hacendado del Táchira, pudo el ejército reencontrar una unidad institucional: Gómez, con férrea mano, refundó la institución armada como soporte del Estado moderno, otorgándole organización permanente, jerarquía profesional y obediencia incuestionable, a costa, claro está, de sujetarla a la inflexible égida del autoritarismo andino sectario. Con este hegemón, el ejército venezolano se transformó en un preeminente y monolítico poder nacional jerarquizado, estructurado y duradero, garante del orden, la paz interna y la próspera centralización estatal. La caída de la dictadura militar en el 23 de enero de 1958 abrió, sin embargo, un sendero distinto: el ejército, curtido en obediencia, se reconoció como evolucionada institución democrática, supeditada a la Constitución y subordinada a la profesional civilidad republicana, y por decenios abrazó el mandato de custodiar la libertad política y la alternancia democratica pacífica, evitando, en lo posible, las tentaciones infernales de las pululantes intrigas palaciegas.