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jueves 31 de julio 2025
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centinela de la dignidadMiguel Méndez Fabbiani: Gral. Antonio ParedesOpinión

Miguel Méndez Fabbiani: Gral. Antonio Paredes, centinela de la dignidad

En un esbozo de república minada por la contaminante bruma de los aduladores, donde la traición viste uniforme de gala, y el ropaje de pragmatismo destila hipocresía, allí donde todo parece perdido, precisamente allí es cuando nace la firme verdad improbable.

En esa ínsula conquistada dónde la cobardía se disfrazaba con cintas patrióticas en los solapas, en esa Venezuela de principios del siglo pasado, aún quedaban hombres de audacia, valor y relámpago.

Hombres de bizarría que no se doblegaron ante nadie, que no transigen con nada impuro, que no venden su honra personal, ni hipotecan su nombre limpio.

Uno de esos hombres escasos, uno de los últimos caballeros de lanza quijotesca e indudable valor indenpendista, fue el general Antonio Paredes, centauro de la decencia, hijo de una Venezuela que aún hoy padeciendo inenarrable suplicio, no se resigna a su roja ruina premeditada.

Nacido en una casa de solera y honor generacional, con el alma alimentada por la leche silvestre de los próceres familiares, Paredes no supo jamás arrodillarse al poder.

Esta era una época aciaga en que el dictador Cipriano Castro -bravucón de opereta, y sombra ruidosa de sí mismo— creía que todo podía ser vencido, comprado, silenciado o aniquilado, Paredes fue la excepción gloriosa de sus contemporáneos, el contrapeso ético de ese tiempo, el relámpago inmóvil en el firmamento de la patria mancillada.

Había en él una altivez natural, no de soberbia sino de culto y honrado linaje noble. Entendiendo la nobleza como el compromiso moral obligante que contrae un individuo privilegiado con los oprimidos y desvalidos.

Caminaba El Gral Paredes como quien sabe que no representa a sí mismo, sino que simbolizaba en cada gesto a generaciones que sangraron y sufrieron luchando por la libertad venezolana.

Paredes era la encarnación trascendente de espíritus irredentos que aún cabalgan desde las vibrantes riberas del Orinoco hasta lo inalcanzable de la cordillera andina, repitiendo con eco infinito los nombres sagrados de Bolívar, Sucre, Anzoátegui y Soublette.

El General Antonio Paredes era uno de ellos: no por casualidad ni ornamento, sino por el innegable derecho consanguíneo de la suprema virtud patriótica que le obligaba.

A diferencia de los caudillos regionales de «cochochos», sombrero de paja, chopo e’ piedra y ron totumero, que se vendían todos barato a Castro por concesiones mineras y retazos de poder, nuestro Paredes prefirió el ostracismo al aplauso falso.

No aceptó este prohombre ministerios, ni embajadas, ni títulos de cartón. Era un hombre de ‘tabaco en la vejiga» para la batalla moral, para el combate ético y no para las transacciones crematísticas.

Su causa no admitía atajos ni simulaciones. «No me debo al hombre de poder, sino a mí tierra y a mí pueblo. No busco riquezas. No quiero dinero, Pocos entienden que con una voluntad irremediable persigo la gloria», se le oyó decir una tarde en los valles de Carabobo, cuando aún quedaban luceros que podían guiar norte franco a la nación.

Y es que Paredes —como un Quijote criollo, montado sobre un potro que parecía tallado en obsidiana— no luchaba por el poder, sino por la honra de su apellido.

Mientras otros se deshacían en alabanzas y canonjías al “restaurador” Cipriano, él se mantenía firme como una ceiba centenaria, sin miedo al rayo ni al hacha traicionera.

No hubo amenaza que lo arredrara, ni elogio que lo sedujera. Era, ante todo,un hombre digno, probo y libre.

En tiempos de servidumbre, miedo y alquiler indiscriminado de conciencias; ser libre es una forma personal de heroicidad.

En su perfil de mármol y tierra, se vislumbraba algo más que el militar siempre dispuesto a la aventura inverosímil: En sus invasiones militares ya se apreciaba inquebrantable idealista visionario.

Antonio Paredes comprendía que una nación sin reserva moral estaba condenada a repetir su naufragio eternamente.

Por eso no se contentaba con resistir; llamaba a la formación de una vanguardia ética, de una élite que no fuese de sangre y fuego únicamente, sino de honorable espíritu sacrificado y sobre todo de almas libres.

Una organización de liberación que no buscase el poder por el poder (Dinero) , sino redención.

Porque el futuro —sabía él— no se construye con burócratas, comisionista o cohabitantes; sino con nombres y mujeres dispuestos plenamente a inmolarse por una verdad superior mucho más grande que efímeras prebendas materiales momentáneas.

Hoy, cuando Venezuela vive de nuevo bajo la bota de otro tirano —esta vez, más oscuro, más perverso, más grosero—, el ejemplo de Paredes se convierte en iluminante faro histórico ineludible.

Él, desde su pedestal moral nos recuerda con su sacrificio que resistir al chavismo no es una opción ni una estrategia.

Es una obligación espiritual, una deuda con los que murieron por una bandera sin cadenas, una exigencia ética ante los ojos de nuestros hijos y los nombres de nuestros abuelos.

Porque hay momentos en que la historia se estrecha como una garganta, y solo los que cantan rebelión en medio del ahogo colectivo merecen ser llamados verdaderos patriotas.

Antonio Paredes nunca firmó pactos inconfesables, nunca pidió perdón a nadie por ser decente. Nunca se disculpo por ser digno.

Paredes fue una ejemplar muralla solitaria en medio del maremágnum. Hoy, Venezuela necesita cientos de hombres y mujeres como él.

La nación necesita una vanguardia de acero, fiereza y ternura cómo aquella, que sepa bien, que luchar por las armas no es odiar, sino amar con furia a nuestro gentilicio.

Requerimos venezolanos nobles que entienda definitivamente que cada gesto de dignidad es un certero disparo silencioso contra la narcotiranía.

Resistir al chavismo no es solo una urgencia política: es una exigencia espiritual y vital. Porque quién se arrodilla ante el verdugo termina arrastrando a sus hijos y nietos al sangriento cadalso de la ignominia.

Hay causas querido lector, que redimen e inmortalizan. Hay ideales nobles cuya rendición metafísica es una forma de morir sin dejar legado o de vivir eternamente.

Y para culminar este reconocimiento debo decir, como escribió el poeta oriental ante su libre golfo de gracia,

«Más vale vivir dignamente de pie una hora hijo. Mejor estoy con 60 minutos de estoicismo libertario, que sobreviviendo vergonzosamente toda una vida de rodillas ante el humillante e insoportable yugo del opresor.»

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