El comunismo, esa seudo ideología que, en su concepción más pura y radical, promete la erradicación de las clases sociales, la instauración de una igualdad absoluta, y la creación de un “hombre nuevo” liberado de las cadenas de la opresión capitalista, lleva consigo una naturaleza profundamente diabólica, despojada de humanidad, y esencialmente atea.
El comunismo no puede ser entendido simplemente como un movimiento político o social, sino como una estructura social perversa, que intenta erradicar las bases más profundas de la civilización humana: la fe, la espiritualidad, la individualidad y la dignidad individual.
La Revolución Bolchevique de 1917, que marcó el inicio de una era en la que el comunismo se convirtió en el sistema dominante en Rusia y en gran parte del mundo, no fue solo un fenómeno político, sino también una guerra ideológica total contra la religión.
Según Karl Marx, una de las figuras claves de esta siniestra seudo filosofía, la religión es “el opio del pueblo”, un instrumento de opresión que embriaga la conciencia de las masas y las somete al yugo de la explotación. Este dogma ateo, en el cual se fundamenta la brutal persecución del comunismo contra los creyentes, se convierte en la piedra angular de un régimen cuya única lógica es la aniquilación de la fe para sustituirla por una sumisión inquebrantable al estado.
En las primeras décadas del régimen soviético, bajo la férrea mano de Vladimir Lenin y sus sucesores, las iglesias fueron destruidas, los templos convertidos en cuarteles, almacenes y hasta urinarios públicos. Los sacerdotes, monjas y fieles fueron perseguidos sin piedad alguna. El martirio de estos hombres y mujeres cristianos no fue una consecuencia incidental de un gobierno totalitario, sino una necesidad filosófica para el comunismo. Para Lenin, como para Marx antes que él, la religión era un obstáculo, una barrera moral que debía ser demolida para que floreciera la “verdadera libertad”, la que solo el Estado podía otorgar.
El comunismo, en su más estricta concepción, no solo se oponía a la religión, sino que hacía de ella su enemigo absoluto, una amenaza que debía ser erradicada a toda costa.
A lo largo de los años, las persecuciones continuaron bajo el régimen estalinista y luego bajo los gobiernos de sus sucesores, alcanzando proporciones aterradoras. Se estima que entre 1917 y 1989, más de 200 millones de vidas fueron sacrificadas en los países comunistas, en nombre de una ideología que, bajo el manto de la igualdad y el progreso, destruyó todo vestigio de la humanidad.
En Rusia, el precio de la victoria del comunismo fue incalculable: entre 45.000 y 200.000 templos ortodoxos destruidos, y decenas de miles de sacerdotes, monjas y laicos cristianos asesinados. Estos números, que solo intentan reflejar la magnitud del sufrimiento humano, son solo la punta del iceberg de una tragedia aún en gran parte desconocida.
El famoso historiador Jonathan Luxmoore, en su monumental obra The God of the Gulag, relata con desgarradora precisión el destino de los cristianos en la antigua URSS. La persecución de la fe fue sistemática y despiadada: los cristianos fueron arrestados, encarcelados, torturados y finalmente ejecutados por el simple hecho de profesar su fe.
Los mártires del comunismo no eran solo números en las estadísticas; eran seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios, que fueron aplastados bajo la bota del materialismo ateo.
El comunismo no solo destruyó vidas; destruyó almas. Al suprimir la libertad religiosa, eliminó el aliento de esperanza que, desde tiempos inmemoriales, ha sostenido a la humanidad en medio de las adversidades

