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viernes 1 de agosto 2025
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Migrantes venezolanos miran al sur y otros esperan en albergues mexicanos

Mujeres entregan alimentos a las decenas de migrantes que se alojan en el albergue Pumarejo, en Matamoros. El País

 

El campamento era tan vasto que se dividía por calles y colonias. Las Vegas, Tijuana, Dubái, La Habana. Los migrantes organizaban mercados y también fiestas. A fuerza de convivir, a veces reñían, pero en el fondo se ayudaban, pues todos eran mensajeros del mismo sueño: llegar a Estados Unidos. En cada tienda de campaña dormían siete, ocho personas, acomodadas como pudieran. Este campamento en la ciudad fronteriza de Reynosa (en Tamaulipas, al norte de México), bautizado como Río Camp por su cercanía al Río Bravo, que está a unos metros de distancia, llegó a albergar a unos mil migrantes provenientes de Centroamérica, Sudamérica y África. Hoy no queda nadie. Los maderos de lo que alguna vez fueron techumbres, una cocina comunal, alguna choza, se apilan en el terreno abandonado: señales de la existencia de unos nómadas que dejaron su hogar temporal hace no mucho, como una fogata recién apagada. Sus huellas confirman su pasado, pero no dan pistas sobre su destino.

Por El PAÍS 

Parece claro que no lograron cruzar la frontera, sellada por Donald Trump en el mismo instante en que se convirtió en presidente de Estados Unidos, el 20 de enero. El magnate republicano, que retornó al poder con una política de extrema mano dura contra la migración, prohibió el ingreso de solicitantes de asilo y marcó el inicio de la cacería de personas sin papeles. Miles de migrantes de Honduras, Venezuela, El Salvador o Cuba han emprendido ahora un viaje a la inversa, de regreso a sus países de origen o a otras ciudades dentro de México, que ha dejado de ser un sitio de tránsito y ha pasado a convertirse en país de destino, como lo muestra el aumento de las solicitudes de residencia y de trabajo por parte de ciudadanos de otros países.

En el albergue Senda de Vida 1 permanece un autobús escolar que era utilizado para trasladas a migrantes a la frontera de México con Estados Unidos, desde Reynosa, Tamaulipas.

 

Sus historias retumban en el eco del vacío. Lo que antes les hacía falta, un poco de espacio, ahora los devora, en la rutina cansina de la espera prolongada. ¿Y qué esperan? Un milagro, un giro inesperado, que un día Trump permita el ingreso a Estados Unidos de quienes se quedaron al filo de la frontera con el cierre de la aplicación CBP One, mediante la que se tramitaban solicitudes de asilo. “Vamos a ver qué sorpresa nos depara Dios”, confía Yoni Civira, un venezolano de 42 años que vive desde enero en el campamento Pumarejo. “A ver si el presidente Trump se toca el corazón”, añade.

Yoni lleva cinco años en tránsito tras haber abandonado Venezuela, con estancias temporales aquí y allá, acompañado de sus hijos y su esposa. En el camino se le desprendió la retina y perdió la vista en un ojo, y está quedándose ciego del otro. Ha sido demasiada la vida invertida como para plantearse regresar a su país, sumido en una honda crisis política y económica. Se aferra a este sitio con la terquedad de quienes lo han puesto todo en juego. Su paisana Aimara Moreno, de 40 años, batalla para contar todo lo que ha sufrido para llegar hasta este punto, a tan poca distancia de un mejor futuro. “He bloqueado muchas cosas de las que ya no quiero acordarme. Fue muy duro”, dice, y se nota cómo, pese a todo, se hunde en el pasado.

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