Cuando el presidente estadounidense, Donald Trump, decidió dinamitar el sistema de libre comercio vigente desde el fin de la II Guerra Mundial, la reacción fue una especie de sálvese quien pueda. Cada país ha negociado como mejor ha sabido, pero en ese escenario de amenazas trumpistas a diestro y siniestro, contactos bilaterales y plazos cambiantes, Brasil es una excepción. Por varios motivos: Estados Unidos le ha impuesto el gravamen más alto —un 50%, como después a la India—, y el presidente Trump ha dejado claro que aquí los aranceles son un mero instrumento de presión para que la justicia brasileña entierre el juicio por golpismo contra el expresidente ultraderechista Jair Bolsonaro y por ahora se niega en redondo a negociar con Brasilia. Para mayor escarnio, Brasil es uno de los pocos con los que EE UU tiene superávit. Le vende mucho más de lo que le compra. El órdago de Trump a Brasil es inédito, una batalla personal, un ataque arancelario a otro país para salvar a un aliado ideológico.
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