En mayo de 1993, acosado por una feroz crisis política, económica y moral, el presidente Carlos Andrés Pérez pronunció su último discurso desde Miraflores. En él, no solo defendió su inocencia frente a las acusaciones que lo obligaban a abandonar el poder, sino que dejó un sombrío vaticinio sobre el porvenir del país. Esta crónica desglosa, palabra por palabra, un mensaje que aún resuena como advertencia
A las puertas del Palacio de Miraflores, los rumores eran más ruidosos que el tráfico. En las redacciones ya no se hablaba de política sino de caída. Era el 20 de mayo de 1993, y Carlos Andrés Pérez —el mismo que había regresado al poder en 1989 con ímpetu de redentor— se dirigía por última vez al país como presidente constitucional.
Su voz, entrenada para la tribuna, tembló por momentos. Pero no de miedo: de rabia contenida, de decepción, de ese tipo de melancolía que solo conocen los que han tocado la cumbre.
La historia le giraba la espalda. El líder populista, hoy reformador incomprendido, caía por la misma ruta por la que habían intentado derrocarlo con tanques y metralla solo un año antes. Pero esta vez no era un golpe de Estado: era el aparato institucional el que, en nombre de la legalidad, empujaba su salida.
“Jamás pensé…”
El discurso comienza con una confesión que, al ser leída hoy, parece un epitafio político:
“Me dirijo a mis compatriotas en uno de los momentos más críticos de la historia del país y de los más difíciles de mi carrera de hombre público.”
CAP, el político aguerrido, el dirigente de verbo afilado, se muestra desconcertado ante lo que llama una regresión del país a su lado más bárbaro: el de las pasiones desbordadas, los odios sin tregua, el juicio moral convertido en patíbulo público.
“Ha revivido con fuerza indudable un espíritu inquisitorial y destructor que no conoce límites a la aniquilación…”
No se trata solo de su defensa. Se trata, advierte, de una señal grave sobre el deterioro de la convivencia política. Y es aquí donde planta la primera advertencia con tono profético:
“Esta situación seguirá afectando, de manera dramática, al país en los próximos años.”
El ocaso de un hombre fuerte
CAP repasa entonces su trayectoria. Se asocia con los grandes momentos fundacionales del siglo XX: la muerte de Gómez, el trienio adeco, la resistencia contra la dictadura, la defensa de la democracia frente a la guerrilla y el autoritarismo.
“En el camino dejamos muchos adversarios vencidos, pero jamás humillados.”
Su tono, sin embargo, se torna más amargo. Reconoce haberse equivocado al suponer que la política venezolana se había civilizado. Que los duelos eran de ideas, no de aniquilación.
Y aquí lanza una súplica más que una frase: que sus palabras no sean tomadas como el lamento de un vencido, sino como la voz de alerta de quien ve venir tiempos aún más duros.
“La rebelión de los náufragos”
En uno de los pasajes más duros del discurso, CAP hace un retrato de quienes, según él, han alimentado la crisis que lo lleva al banquillo. Habla de una “coalición disímil”, una suerte de aquelarre político compuesto por “rezagos de la subversión de los años 60”, “los derrotados del 4F y el 27N”, y “fantasmas del pasado” que predican promesas imposibles.
“Es como la rebelión de los náufragos políticos de las últimas cinco décadas.”
Su voz es clara: los que hoy lo acusan, mañana serán rehenes de sus propias ambiciones. Se resiste a imaginar qué será del país cuando esa “legión de causahabientes” llegue al poder.
CAP defiende su obra. Habla con orgullo de su programa de reformas:
“Convertimos la Presidencia de un poder absoluto a un poder moderado… Cuatro partidos compartieron el poder… Tuvimos elecciones de gobernadores y alcaldes.”
Subraya que su apuesta por la modernización no fue populista sino estructural. Admite que fue impopular, que el ajuste económico desmontó el viejo Estado paternalista, pero insiste en que la alternativa habría sido el desastre.
“Asumí la impopularidad de esta tarea.”
Cita el crecimiento económico, la apertura comercial, la consolidación del Pacto Andino. Y repite: fue un sacrificio necesario. Lo que ocurrió, dice, fue que la conspiración encontró terreno fértil tras el estallido militar de 1992.
“Hubiera preferido otra muerte”
La frase, dicha sin retórica, duele. Es el punto más sombrío del discurso. Una línea que deja entrever una herida abierta:
“Si no abrigara tanta convicción en la transparencia de mi conducta… hubiera preferido otra muerte.”
No es la primera vez que un presidente venezolano se despide con palabras cargadas de dolor. Pero Pérez va más allá: se niega a defenderse porque afirma no tener nada que ocultar. No admite el delito. No niega el juicio. No pide impunidad.
A medida que el discurso avanza, CAP parece recobrar algo de su antigua energía. Habla de la decisión de la Corte Suprema —que encontró méritos para su enjuiciamiento por malversación de fondos— y sostiene, con tono firme:
“Ratifico ante mis compatriotas que no he incurrido… en manejos ilícitos, impropios o irregulares.”
No pide clemencia. Pide reflexión. Anuncia que se apartará del cargo, pero deja claro que su vida política no termina allí:
“Allí iniciaré una nueva etapa de mi vida política… Me lanzaré al rescate del sentimiento popular.”
Entrega del poder y la última súplica
El final del discurso es institucional. Anuncia que, como dicta la Constitución, entregará el poder al presidente del Congreso hasta que el juicio defina su suerte.
Y convoca —como lo hizo al inicio de su mandato, y como lo haría un viejo caudillo— a la unidad nacional:
“Convoco a las fuerzas políticas, económicas, institucionales y sociales… a unirse alrededor del encargado de la Presidencia.”
En medio del colapso, su palabra suena casi ingenua. Pero es, quizás, el gesto final de un presidente que quiso cerrar el ciclo en paz.
Aquel 20 de mayo de 1993 no solo terminó un gobierno. Terminó una era. Carlos Andrés Pérez, símbolo de la Venezuela rica y arrogante de los setenta, se marchaba entre juicios, protestas y el descrédito.
Pero el discurso —más allá de la defensa personal— dejó una advertencia: que el país no se estaba deshaciendo por la corrupción, sino por los odios que anidaban en su política.
Y tenía razón. El país cayó en la espiral de la antipolítica, el desencanto y la desesperanza. Vendrían otros tiempos. Otros rostros. Otras crisis.
Pero pocas palabras tan premonitorias como estas:
“No se me perdonan ni mis errores ni mis aciertos. Pero aquí estoy… Consagrado con pasión, hoy como ayer, al servicio de los venezolanos.”
Un hombre solo, frente a la historia. O quizás un país entero, repitiendo su tragedia.
El eco de una despedida
Antes de cerrar, aseguró que emprendería una nueva etapa política y lanzó una frase que, a la distancia, resuena como advertencia y profecía: “Quiera Dios que quienes han creado este conflicto absurdo no tengan motivos para arrepentirse.” ? El último discurso de Carlos Andrés Pérez no fue un acto de defensa personal.
Fue un testamento político. Un llamado al país a no repetirse en el odio, una defensa de su obra y un lúcido —y premonitorio— mensaje sobre las fracturas que, treinta años después, siguen marcando la historia venezolana.