Cuando los extorsionadores llegaron al pequeño local de comida de Elena y Ramiro, en pleno centro de Guayaquil, supieron que su sueño de ser emprendedores había llegado a su fin. El negocio, que apenas llevaba cinco meses en marcha, funcionaba mejor de lo esperado. Servían desayunos y almuerzos a los trabajadores del sector, y aunque los márgenes eran ajustados, la esperanza de un futuro próspero les mantenía a flote. Pero esa mañana, cuando dos hombres en moto irrumpieron en el local, lo que prometía ser una jornada más de trabajo se transformó en una pesadilla. Les dejaron claro cómo serían las reglas a partir de entonces: 3.000 dólares cada mes como vacuna, como se conoce aquí a la extorsión. Un monto impagable para unos emprendedores cuyo único capital era el sudor de su frente.
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