
East Bridgewater, Massachusetts, es un pueblo de inviernos largos y veranos muy suaves. Allí nació Isaac William Sprague en 1841, un chico común en sus primeros años de vida. Isaac era hijo de un zapatero. Jugaba entre los estantes de cuero curtido, mojaba las piernas en el río y, por las tardes, devoraba el doble de comida que cualquier otro niño del barrio.
Por infobae.com
La primera señal de su problema de salud llegó con un calambre cuando todavía era un niño.
Sus primeros síntomas
—Me duele la pierna —le dijo a su madre una tarde, llevándose la mano al muslo como si el músculo hubiera decidido torcerse por su cuenta.
El dolor no volvió, pero su cuerpo sí cambió. Empezó a adelgazar de forma lenta. El rostro se afinó como una figura de tiza. Las muñecas, antes rollizas, adquirieron la fragilidad de las ramas secas. Su apetito, sin embargo, permanecía intacto. Comía con desesperación. Doble ración. Triple. Nada. Cada bocado parecía una gota en un pozo sin fondo.
Los médicos desfilaron por la casa sin darle respuestas. Uno culpó a la natación. Otro al crecimiento. Otro más propuso que, quizás, el chico estaba poseído por una melancolía inexplicable. La ciencia médica de la época no tenía un nombre para su condición. El padre dejó de llevarlo al taller. La madre empezó a ocultar los espejos.
Para cuando cumplió 15 años, Isaac pesaba menos de 20 kilos. Pero todavía caminaba. Todavía trabajaba en el negocio familiar. Todavía se aferraba a una rutina que parecía un disfraz sobre un cuerpo que ya no respondía.
Nadie sabía que lo que sufría era una atrofia muscular progresiva. Nadie sabía, tampoco, que su rareza lo convertiría en espectáculo. En ese entonces, solo era un chico flaco. Demasiado flaco. Lo suficientemente flaco como para asustar. Lo suficientemente extraño como para que lo miraran dos veces en la calle, y luego no se atrevieran a preguntarle nada.
—Yo no dejé de comer —escribiría años después—. Fue mi cuerpo el que dejó de obedecer.
Su paso por el circo de freaks
Lo encontró un circo ambulante en 1865, como se encuentra un fósil entre las piedras.
Isaac Sprague tenía 24 años y pesaba cada vez menos. Estaba de pie, pero su silueta parecía dibujada a lápiz. El hambre no era el problema. Comía. Siempre comía. Pero el cuerpo se le escurría como si cada bocado fuera ceniza.
El dueño del espectáculo lo miró, hizo una pausa y le ofreció un contrato.
—La gente pagaría por verte.
Sprague se negó al principio. La oferta era grotesca, aunque también honesta. No tenía fuerza para cargar bolsas en la tienda. Tampoco para sostener una jornada laboral sin desmayarse. Con sus padres muertos y los ahorros escasos. Un mes después, aceptó.
Así fue como llegó a Manhattan, al corazón de la cultura popular de la época: el Museo Americano de P.T. Barnum, esa catedral de lo extraño donde los cuerpos eran vitrinas y las vidas, espectáculo.
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