Venezuela es, por definición histórica y natural, un país excepcionalmente rico. El potencial extraordinario de sus recursos, particularmente petroleros, hizo que durante buena parte del siglo XX fuera referente mundial de prosperidad económica y atractivo turístico internacional. Sin embargo, una contradicción atroz emerge al contemplar la realidad actual de esta nación: ¿Cómo explicar la miseria extrema en el país con las mayores reservas petroleras del planeta, justamente en las primeras décadas del siglo XXI? La respuesta coincide indefectiblemente con la instauración y prolongación del régimen socialista inaugurado por Hugo Chávez Frías y continuado por Nicolás Maduro Moros.
Estos líderes nefastos han perfeccionado con esmero el diseño de un Estado totalitario, que impone su dominio absoluto sobre cada ámbito de la vida individual y colectiva, logrando despojar a los venezolanos no solo de libertades públicas, sino también de su dignidad íntima y esencial. Hannah Arendt ilustraba cómo el totalitarismo reduce a los seres humanos a la mera condición de supervivientes, a un estado de animalidad en el que las garantías políticas quedan pulverizadas y los derechos dejan de reclamarse por falta de fuerzas para ejercer ciudadanía. El hombre, en estas condiciones extremas, no se preocupa ya por ideales superiores ni por ejercer resistencia política alguna, sino por satisfacer únicamente aquellas necesidades primarias, elementales y biológicas.
Este fenómeno encuentra fundamento conceptual en la célebre Pirámide de Maslow, propuesta por Abraham Maslow, que plantea una jerarquía ascendente de necesidades humanas: las fisiológicas, de seguridad, de afiliación, de reconocimiento y de autorrealización. Las primeras—necesidades fisiológicas—corresponden precisamente a aquellos requisitos indispensables para mantener la mera existencia física del individuo. Solo tras satisfacer estas necesidades elementales puede el hombre aspirar a cubrir otras más elevadas, tales como la realización personal, cultural o política.
Precisamente en este punto radica la efectividad perversa del socialismo del siglo XXI. Al mantener a una población en condiciones de miseria constante, los gobiernos socialistas imposibilitan deliberadamente el avance hacia necesidades más altas, manteniendo cautivos a millones en la más básica y desesperada de las existencias. La pobreza, lejos de ser vista como un problema a resolver, se ha convertido en una herramienta meticulosamente empleada para dominar voluntades, someter conciencias y garantizar, así, el control político absoluto.
El régimen no busca erradicar la pobreza, sino gestionarla estratégicamente para perpetuarse en el poder. Las intenciones reales, apenas veladas en la retórica oficial, fueron explícitamente expuestas por el exministro de Educación, Héctor Rodríguez, cuando declaró abiertamente en 2014: «No es que vamos a sacar a la gente de la pobreza para llevarlas a la clase media y que pretendan ser escuálidos». Esta declaración se conjuga en perfecta sintonía con aquella famosa afirmación hecha por Hugo Chávez en 2005: «ser rico es malo y sólo el socialismo hará libres a los hombres». Ambas declaraciones revelan crudamente que la estrategia socialista consiste en glorificar la pobreza, en sacralizarla como virtud revolucionaria, manteniendo a las personas dependientes y agradecidas por la asistencia precaria y manipuladora del Estado.
Este sistema asistencialista y paternalista crea deliberadamente redes de dependencia, anulando cualquier intento genuino de autonomía ciudadana. Subsidios, misiones sociales y bonos económicos no representan mecanismos para mejorar la condición de vida de la población, sino instrumentos destinados a perpetuarla en condiciones de sumisión, precariedad y gratitud obligatoria hacia el gobierno. De esta manera, millones han internalizado la falsa idea de que su supervivencia depende exclusivamente del Estado benefactor, olvidando progresivamente que existe vida posible más allá del asistencialismo.
Finalmente, conviene comprender con absoluta claridad que el objetivo último del régimen socialista venezolano jamás ha sido superar las dificultades económicas o resolver estructuralmente la pobreza. Por el contrario, su interés fundamental es mantener a la sociedad subyugada, atada permanentemente a los hilos del poder absoluto. Hasta la fecha, esta estrategia totalitaria se ha revelado dolorosamente eficaz, confirmando que, para el socialismo del siglo XXI, la pobreza no es un problema que se combate, sino un recurso esencial que busca expandir y glorificar, perpetuando así un círculo de dominación perfecto, devastador y deshumanizante.