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La otra cara: "Los Grilletes del Alma: Crónica de un Resentimiento" Por José Luis FaríasOpinión

La otra cara: «Los Grilletes del Alma: Crónica de un Resentimiento» Por José Luis Farías

El infierno interior

La celda en La Rotunda no era únicamente un espacio físico destinado a castigar al cuerpo. Para Román Delgado Chalbaud, entonces la figura más prestigiosa del naciente gomecismo, fue un infierno interior, tras su detención el 17 de mayo de 1913, en el que cada día prolongaba la agonía de un alma envenenada por el resentimiento, por la rabia contenida, por la lenta tortura de una esperanza extinguida. Tal como el valiente coronel coriano Ramón Párraga lo registra en sus «Memorias», publicadas en el Boletín del Archivo Histórico de Miraflores en noviembre-diciembre de 1959, aquel General que había sido hombre de armas, de convicciones y de voluntad de hierro, pasó catorce años sometido a una devastación moral que no se detuvo ni un solo instante. El sufrimiento físico —hambre, humillaciones, despojos— era apenas la superficie visible de un tormento más profundo: el del espíritu traicionado, abandonado por los suyos, y dispuesto a tramar venganza como única forma de redención.

La última entrevista entre Juan Vicente Gómez y Delgado, la mañana del mismo día de su detención, no fue una conversación: fue el enfrentamiento de dos abismos morales. Gómez, sin el menor esfuerzo por disimular su desprecio, le lanzó una advertencia revestida de metáfora popular: “Si el sapo brinca y se ensarta, no tiene la culpa la estaca”. Y luego, con frialdad: “Yo tengo grillos de 80 libras y la muerte de agujita para mis enemigos. Grábese esto, general Delgado”. En esas frases no solo hablaba el hombre que se iniciaba como dictador, hablaba el hombre que se sabía dueño de los cuerpos y las almas de sus opositores, el amo absoluto de un sistema erigido sobre el miedo y la obediencia. Y sin embargo, Delgado no se quebró. Escuchó todo aquello “sin inmutarme y sin doblegarme mi entereza”, según sus propias palabras, y replicó con una calma que delataba ira contenida: “Mucho me sorprenden sus palabras, que envuelven una amenaza. Yo veo que usted se ha dejado influenciar por intrigas de mis enemigos que aspiran a administrar los negocios que usted me ha confiado”.

Pero ese momento, que para otro habría sido un final, fue para Delgado el comienzo de una larga travesía interior, casi monástica, alimentada por el odio. Lo que vino después fue un proceso lento, meticuloso, de destrucción espiritual. Las haciendas de Ocumare de la Costa le fueron arrebatadas con violencia silenciosa: Gómez, utilizando el aparato estatal, las adquirió al precio que él mismo impuso, con la amenaza de que si no aceptaban, serían justipreciadas por el Procurador General bajo el pretexto de construir allí una Aduana y unos Almacenes. La oferta, hecha directamente a la esposa de Delgado, no era una negociación: era una orden disfrazada de cortesía. Y así, uno a uno, los bienes de Delgado fueron desmantelados, apropiados, dilapidados bajo la lógica cruel del poder gomecista.

La Fragua de Hierro

Lo material fue apenas el principio. Las verdaderas torturas eran otras. En sus propias palabras, recogidas por Párraga: “Me ha sometido a torturas de hambre, que eran suspendidas solo cuando firmaba órdenes por fuertes sumas de dinero. Hemos sufrido en esta larga prisión toda clase de humillaciones. Su crueldad ha sido insaciable para conmigo y mis compañeros, ya desaparecidos casi todos”. El General, hombre de honor, fue despojado hasta del sentido mismo de su dignidad. No era solo un prisionero: era un símbolo triturado. Y sin embargo, no claudicó. Porque dentro de él, cada humillación alimentaba una resolución, una certidumbre: la de vengarse. “El general Gómez se sentirá satisfecho de todo el mal que me ha hecho —le dijo a Párraga—, pero no sabe lo que soy capaz de hacer”.

Esa frase condensa todo el drama. Delgado Chalbaud no quería justicia: quería devolver el daño, restaurar su honra con la sangre del culpable. Su proyecto, más que político, era espiritual. Además de liberar al país, era saldar una deuda moral. En su mente, la guerra que tramaba era una empresa patriótica, pero sobre todo era un acto de purificación personal. Por eso, le dijo a Párraga con firmeza: “De aquí salimos a hacerle la guerra a Gómez. En Europa tengo dinero, que creo que me alcance para comprar todo el equipo de guerra que vamos a necesitar”. Párraga, envejecido, enfermo, lo miró con melancolía y le contestó: “Mucho lamento no acompañarlo, mi General, pero usted ve que solo soy una piltrafa de hombre”. La respuesta de Delgado no fue de reproche, sino de promesa: “Todo lo he venido pensando y lo tengo resuelto. En Europa te llevo a un sanatorio y, en seis o siete meses, mientras preparamos la invasión, te aseguro que sales nuevecito”.

No era una fantasía. Era un plan real. Un plan que había sido gestado durante catorce años en la oscuridad, entre grillos y cadenas, entre cadáveres de compañeros y noches de silencio atroz. Durante más de una década, Delgado no se preparó para ser libre, sino para vengarse. Su alma fue transformada por la prisión, no en resignación, sino en voluntad de lucha y de destrucción del mal. No era redención lo que buscaba: era equilibrio. Había sido vejado, traicionado, empobrecido, atormentado. Y ahora, cada gesto de su nueva libertad sería una restitución violenta.

Este cuadro no es el del héroe inquebrantable. Es el del alma desgarrada, que en su sufrimiento ha elegido un único camino: el de devolver golpe por golpe. Párraga, que había compartido su celda, que había sido testigo de las mutaciones del carácter del General, lo comprendía todo, pero también temía. Lo que veía en su amigo no era sólo un líder rebelde: era un hombre transformado por la prisión en un instrumento de la ira. Y la ira, cuando se convierte en motor absoluto, arrastra incluso a los más nobles a la oscuridad.

Cuando Párraga fue liberado, después de diez años de encierro, Delgado siguió allí, endureciéndose. Cuatro años más estuvo en la celda, masticando su venganza. Y cuando por fin fue puesto en libertad, no fue para reconstruir su vida, sino para consumar su promesa. Buscó a Párraga. Envió a su primo, Miguel Delgado Hidalgo, con un mensaje claro: “Ve a buscarme al coronel Ramón Párraga, que vive en El Valle. Dile que se venga de un todo para que se arregle, que nos vamos para Europa, pues solo me permiten diez días para permanecer en el país”. Párraga no fue. Su vida, atada ya a su hogar, a sus hijos, al cansancio inevitable del alma, no podía seguir el camino de la guerra. Eliseo Delgado se lo dijo a Román: “No cuentes con Párraga; él se casó, tiene hijos, y está muy apegado al hogar”. Román, dolido pero no sorprendido, replicó: “Mucho lo lamento porque tenía el propósito de llevármelo para Europa, y también sé que me va a hacer mucha falta”.

Ese gesto final, el de no permitir que Miguel fuera a buscarlo, fue el último acto de una amistad desgarrada por el tiempo y el sufrimiento. Román sabía que, si Párraga se enteraba de su salida, iría a verlo. Y eso podía perjudicarlo. Incluso en ese momento, el resentido General tenía espacio para el cuidado. Pero no para el perdón.

Delgado Chalbaud salió de la prisión no como un hombre libre, sino como un alma decidida a incendiar el mundo que lo había destruido. Su historia, desde ese momento, ya no le pertenecía a él, sino a las consecuencias que ese odio desataría. Y como todo odio absoluto, estaba condenado a devorarse a sí mismo.

El plan revelado 

Toda prisión prolongada engendra dos clases de seres: aquellos que se resignan y aquellos que se arman de una convicción absoluta. Román Delgado Chalbaud no fue de los primeros. Durante catorce años vivió encerrado, despojado, humillado, pero jamás despojado de su idea de sí mismo. Si algo se mantuvo incólume en el hombre, fue la certidumbre de su injusticia. Gómez no lo había vencido, Gómez lo había deshonrado, lo había convertido en un símbolo maldito. No un traidor, no un vencido, sino un hombre sin país, sin nombre, sin reparación. De esa herida nació el plan. Y como todo plan concebido en la sombra del resentimiento, fue total. La libertad, cuando por fin le llegó, fue solo un medio. El verdadero fin era saldar cuentas.

El coronel Párraga, testigo íntimo de ese proceso, lo presentía. Lo supo en la celda, cuando Román, entre cucharadas de una comida miserable, hablaba de Europa como quien habla del más allá. “Tengo dinero allá. Lo suficiente para comprar el equipo de guerra que vamos a necesitar.” Pero no era solo una expedición. Era un ajuste espiritual. Durante más de una década, Delgado Chalbaud no solo pensó en la logística militar de una insurrección, sino en la aritmética moral de la venganza. Cada día que pasaba era un eslabón más en una cadena cuya última argolla sería el retorno con las armas. La venganza no sería un acto espontáneo, sino una operación quirúrgica.

En Europa, Delgado Chalbaud se convirtió en estratega, gestor y líder de una misión que muchos tacharían de suicida, pero que para él era la única salida digna. Viajó por Francia, Alemania, Inglaterra. Contactó exiliados, compró armas, estudió rutas. La historia del Falke comenzó allí: un viejo carguero alemán, discretamente reacondicionado, que zarparía desde Hamburgo en 1929 cargado con un pequeño contingente armado y dispuesto a tomar Venezuela por asalto. Pero esa historia tenía detrás catorce años de paciente planeación. En su mente, no había duda: bastaba el primer golpe, el primer desembarco, y el pueblo se alzaría. La fantasía no lo dejaba ver que en esos años el país había cambiado y Gómez se había hecho más poderoso. Venezuela aún temblaba bajo su mano de hierro, y Delgado creyó que la sola visión de su bandera, de su regreso, bastaría para encender la chispa.

El plan era lógico, casi quirúrgico. Zarpó el Falke el 19 de julio. Cruzó el Atlántico con sus tripulantes, entre ellos viejos compañeros de armas, jóvenes idealistas y veteranos del descontento. Desembarcarían en Cumaná. Tomarían la plaza. Convocarían a la insurrección. Caería Gómez, como caen los ídolos podridos por dentro. Pero Román había cometido un error crucial: confundió el odio propio con el odio del pueblo. Él llevaba catorce años rumiando su venganza. Pero la gente, sometida por el miedo, la represión y el hábito, no se levantaba por rencores ajenos.

El Ataúd Flotante

El desembarco del Falke, finalmente, fue un desastre. Apenas pisaron suelo venezolano el 11 de agosto de 1929, fueron interceptados. La inteligencia gomecista, aceitada y eficaz, había anticipado el movimiento. Las fuerzas leales respondieron con rapidez. El pueblo, temeroso y ausente, no se sumó. Los combates duraron horas. Algunos insurgentes murieron, otros huyeron. Delgado Chalbaud fue herido y capturado. En poco tiempo, el símbolo renacido del anti-gomecismo fue abatido de nuevo, esta vez definitivamente.

Román no tuvo juicio. No tuvo defensa. Era el 11 de agosto de 1929, y el destino de Román Delgado Chalbaud, como el de tantos hombres que intentan torcerle el brazo a la historia con pura obstinación, se cumplió en un escenario ridículamente pequeño. Los expedicionarios del *Falke*, exhaustos tras la travesía y acosados ya por la sombra de la delación, desembarcaron en Cumaná. No fueron recibidos como libertadores, ni siquiera como amenaza. Fueron recibidos como lo que eran: fantasmas de una venganza personal que el país, sumido en el miedo gomecista, no quiso o no pudo hacer suya. Chalbaud, el hombre que había fermentado su odio durante catorce años de cárcel y lo había destilado en este plan quimérico, avanzó con sus hombres hacia el puente Guzmán Blanco. Ese puente, un nombre que era casi una burla – otro caudillo, otro siglo, la misma Venezuela atrapada en el círculo de hierro – custodiaba la entrada a la calle Larga, esa vía que hoy lleva el nombre de Bermúdez y que entonces era solo polvo, miedo y la promesa imposible de Cumaná. Allí, en ese sitio concreto, en ese instante preciso donde la geografía se vuelve trampa, la bala – o las balas, la historia nunca aclara del todo estas cosas, solo certifica el resultado – lo alcanzó. Chalbaud cayó. No como un héroe épico en la batalla decisiva, sino como un hombre herido en una escaramuza absurda, al pie de un puente que no era más que un trozo de asfalto sobre un río cualquiera, intentando tomar una calle que llevaba, como todas las calles de Venezuela en aquellos días, directamente al paredón o al olvido. Su muerte no fue el final trágico de una epopeya, sino el epílogo lógico, casi grotesco, de un resentimiento que quiso ser revolución y solo consiguió ser un cadáver más en los anales sangrientos de la dictadura. Gómez seguía en Miraflores. La calle Larga, pronto, se llamaría avenida Bermúdez. Y Chalbaud, el general que soñó con incendiar el país para purgar su humillación, se quedó para siempre en la orilla equivocada del puente.

Su cuerpo fue enterrado sin honores, sin epitafio. La represión posterior fue brutal. Gómez no solo extinguió la insurrección: convirtió el fracaso en un ejemplo. La historia que Delgado había planeado escribir con gloria terminó en silencio. Su guerra personal no tuvo eco colectivo. Y sin embargo, ese fracaso no puede entenderse solo como derrota política. Fue el fracaso de una idea trágica: la de que el resentimiento puede salvar, que el odio puede restaurar la dignidad. Durante catorce años, Delgado Chalbaud construyó un plan perfecto para vengarse, pero imperfecto para inspirar. Creyó que la justicia consistía en devolver el dolor. Creyó que el país se levantaría porque él se había levantado. Pero el alma colectiva no se mueve al ritmo del alma herida. Venezuela, a su modo, había aceptado la dictadura. Román no lo entendió. Quiso salvar a un país que no pedía ser salvado. Murió por ello.

Dostoievski, al contemplar este destino, habría escrito una novela. Habría ahondado en la mente del hombre que lo había perdido todo y que, sin embargo, eligió no vivir sino vengarse. Porque Román no quiso reconstruir su vida: quiso destruir la del otro. No quiso curarse: quiso contagiar su fiebre al país entero. Y cuando nadie quiso enfermarse con él, lo llamaron loco. Fracasó no por falta de convicción, sino por exceso de dolor. Su venganza era tan íntima, tan personal, que se volvió incomunicable.

El Falke no fue un barco de guerra. Fue un ataúd. En su bodega no viajaban soldados, sino fantasmas. En su proa no ondeaba la bandera de un movimiento popular, sino la de una causa personalísima. Y sin embargo, Delgado Chalbaud fue hasta el final. No vaciló. No negoció. Sabía que lo más probable era la muerte. Pero para un alma resentida, morir en la acción es mejor que vivir en el silencio. El fracaso fue su victoria, porque en él pudo consumar el acto que durante catorce años cocinó en su alma. Su cuerpo fue derrotado, pero su voluntad se mantuvo incorruptible.

¿Y qué dejó? ¿Qué legado construyó con su vida y su muerte? Una advertencia, quizás. La advertencia de que el resentimiento puede ser un motor poderosísimo, pero ciego. Que puede dar fuerza, pero no dirección. Que puede producir mártires, pero no libertadores. La historia no lo absolvió. Tampoco lo condenó. Lo dejó suspendido, como a tantos otros, en el purgatorio de las causas solitarias. Allí habita Román Delgado Chalbaud: entre los que soñaron con fuego y encontraron cenizas.

La herencia del resentimiento

Román Delgado Chalbaud murió como vivió sus últimos años: solo, herido, sin misericordia. La expedición que había soñado en las tinieblas de su prisión, aquella que representaba la purificación final del ultraje, no encontró sino desolación. Lo mataron sin ceremonia. Lo enterraron sin nombre. No hubo funerales ni duelo nacional. Ni siquiera una voz se alzó entonces para llorarlo públicamente. Solo el miedo hablaba. Gómez aún reinaba. Y el país, cubierto por la costra gruesa del terror, siguió respirando en silencio. La figura de Román Delgado Chalbaud fue borrada de la historia oficial, su memoria reducida a una nota al pie, a una advertencia tácita: esto les ocurre a los que osan interrumpir el orden establecido.

Pero el alma no muere con el cuerpo. Y mucho menos el alma herida, el alma que ha ardido en fuego oscuro, que ha contemplado su propia destrucción y ha elegido responder con más destrucción. El alma de Delgado Chalbaud no encontró reposo en la muerte. Se convirtió en una presencia espectral que siguió pesando sobre la conciencia política venezolana. Una sombra que no buscaba redención, sino continuidad. Una sed de justicia que nunca fue saciada.

Porque, ¿qué hace una nación con sus derrotados? ¿Qué hace con sus mártires fallidos, con sus vengadores frustrados, con sus figuras malditas? Venezuela no sabe qué hacer con ellos. Los esconde. Los oculta. Los transforma en advertencias o en silencios. Y sin embargo, esos derrotados persisten, se infiltran en la historia futura, regresan disfrazados en otros hombres, en otras generaciones, como si el fracaso no fuera un punto final, sino un eco que busca resonancia.

En este caso, el eco más claro fue su hijo: Carlos Delgado Chalbaud. Un niño cuando su padre fue preso, un joven que lo acompañó en su aventura del Falke y lo vio caer, un adulto cuando decidió tomar el rumbo de la política y, décadas más tarde, convertirse en presidente de facto de Venezuela. Ese joven, educado en Francia, de formación técnica y militar, cargó siempre con una herencia invisible. Nunca lo proclamó, nunca lo agitó como bandera, pero tampoco pudo desprenderse de ella. La muerte de su padre, su silenciamiento, la vergüenza de una historia no contada, lo acompañaron hasta el final. No puede entenderse la historia de Carlos sin el trauma de Román.

Y es allí, precisamente, donde la tragedia se cierra en círculo. Porque si Román fue consumido por el resentimiento, Carlos fue consumido por la fatalidad. Su presidencia, aunque breve y con intenciones de modernización y reconciliación, terminó abruptamente con su asesinato en 1950. Murió joven, en extrañas circunstancias, traicionado por los mismos aparatos que decía controlar. Y así, la sangre volvió a repetirse. El ciclo no se rompió. El odio, no resuelto, no digerido, pareció transmitirse de padre a hijo, de generación en generación. No como acto consciente, sino como un virus espiritual.

El Bucle Moral

Párraga, ya viejo, ya apartado, habría reflexionado sobre esto con la amargura de quien sabe que el alma humana no encuentra redención fácil. Aquellas conversaciones de celda, aquellas sobremesas cargadas de dolor, no fueron solamente testimonios de un momento: fueron avisos del alma. Párraga no acompañó a Román no por cobardía, sino porque entendió, quizás demasiado tarde, que la herida que su amigo llevaba dentro no podía curarse con armas. Que lo que necesitaba era perdón, pero que ya no sabía pedirlo. Que su venganza, en realidad, era una manera de no vivir más, de dejarse morir luchando.

Hay un momento revelador que Párraga anota y que condensa esta tragedia moral: cuando Román le dice, con una mezcla de amargura y resolución, “el general Gómez se sentirá satisfecho de todo el mal que me ha hecho, pero no sabe lo que soy capaz de hacer”. No era una promesa de justicia. Era una promesa de venganza. Y es allí donde la historia moral se enturbia. Porque si bien Román tenía razones sobradas para odiar, el odio no se sacia con más odio. Solo se transforma. Y si no se convierte en comprensión, se hereda como condena.

¿Fue Román Delgado Chalbaud un héroe trágico? Tal vez. Pero más aún fue un mártir de sí mismo. Se entregó a una idea tan absoluta de la justicia, que ya no le importó si el país la compartía. Su combate fue consigo, con sus fantasmas, con su humillación. Gómez fue solo la figura externa de su conflicto interno. Y cuando cayó, lo hizo de pie, convencido, pero sin victoria. Ni siquiera la muerte le dio lo que buscaba. Porque el dictador, aunque moriría poco después, no murió a manos suyas. La historia no le dio ese alivio.

Y quizás ese sea el verdadero castigo. No el cautiverio. No el fracaso. Sino el saber que uno lo dio todo, que sacrificó vida, familia, paz, por un acto de venganza que nunca llegó a consumarse del todo. El verdugo murió, sí, pero no por su mano. El país no se levantó. Y él murió sabiendo eso. Allí está la tragedia: en que el alma entregada a la venganza nunca encuentra satisfacción, ni aun cuando el enemigo cae.

El país, al final, tampoco supo qué hacer con él. No hay monumentos, no hay días conmemorativos, no hay calles que lo celebren. Su nombre resuena en la historia como un murmullo. Y sin embargo, en cada crisis política, en cada levantamiento fallido, en cada intento de retorno desde el exilio, su sombra regresa. Como si el país no pudiera escapar de aquel bucle moral: la violencia engendra más violencia, el despojo más despojo, la cárcel más prisiones, la traición más traidores.

Román Delgado Chalbaud no venció a Gómez. Pero venció al olvido. Su figura, trágica, inacabada, vuelve una y otra vez como recordatorio de lo que ocurre cuando un país no cierra sus heridas, cuando los agravios se heredan, cuando la justicia se confunde con el castigo. Venezuela, como aquella Rusia que Dostoievski retrató, no ha hecho las paces con sus almas torturadas. Y hasta que no lo haga, seguirá viviendo bajo la sombra de sus muertos, de sus caídos, de sus resentidos.

Román fue uno de ellos. Y quizás, uno de los más fieles.

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