Nadie lo vio venir, como siempre ocurre con los episodios que luego se convierten en leyenda. Todo empezó el 18 de octubre de 1900, una fecha anodina, una hoja más en el calendario. Los estudiantes de la Universidad Central de Venezuela publicaron un artículo. Un simple artículo. Pero la historia —esa criatura que se alimenta de ironías y pequeños gestos— tiene debilidad por los actos menores que sacuden a los poderosos con un zarpazo ridículo.
Lo que siguió fue una secuencia de escarnio y audacia. Unos meses más tarde, el 22 de febrero de 1901, Caracas tembló, no por el estruendo de fusiles ni el galope de caballerías, sino por la carcajada insolente de la juventud. Aquella revuelta singular, bautizada por la memoria como «La Sacrada», no pretendía tomar el poder. No buscaba derramar sangre. Solo hacer visible lo absurdo.
La ciudad era entonces una mala comedia militar: coroneles sin batallas, generales sin diploma, sombras infladas por el incienso de la última guerra civil. Según don Mariano Picón Salas —que los imaginó desfilar con su pátina de mugre y gloria— esos hombres de presa, pagos del erario, paseaban por Caracas con sus revólveres y su impunidad, sin «pagar cuentas en las tabernas de Puente Hierro». Eran héroes de cantina, saludadores profesionales, adornos de uniforme al paso del general Castro, quien cabalgaba desde «El Paraíso» en su caballo peruano regalado, como si fuera Bolívar reencarnado por una tienda de lujo.
Los estudiantes, esos muchachos flacos y sin espadas, decidieron luchar con lo único que tenían: el ridículo y la ironía. Redujeron el falso heroísmo al tamaño de su ídolo secreto, Alfonso Sacre, un caudillo en miniatura. Un «enano velazqueño», de ínfulas napoleónicas, que hacía de su andar marcial una farsa involuntaria. Sacre, nacido en Siria o el Líbano —da lo mismo, porque en las farsas da igual el lugar de origen— había venido a Venezuela en 1888 para vender quincalla. Primero a pie, luego a caballo, terminó cabalgando con los guerrilleros del estado Falcón, no tanto por causa sino por contagio. Entre una venta de botones y otra de espejos de bolsillo, se impregnó del polvo de la guerra como un vendedor que asume el color de su mercancía.
Era el símbolo perfecto: un mercachifle convertido en guerrero por ósmosis, una caricatura viviente. Y la caricatura fue justamente lo que publicaron los estudiantes el 18 de octubre, en «La Linterna Mágica» sobre el rostro grotesco de un militarismo sin escuela, sin victorias, sin pudor.
La Sacrada no figura entre los grandes acontecimientos patrióticos. No tuvo mártires, ni presos célebres, ni canciones. Pero tuvo algo más raro: la dignidad del humor, la rebeldía de la sátira. Fue un gesto cívico en forma de risa, una insolencia colectiva. La juventud desarmada se atrevió a desafiar a los bárbaros de chafarote con la ironía como única munición.
Y por eso sigue viva, aunque casi nadie la recuerde. Porque en cada gesto de irreverencia contra los que se toman demasiado en serio a sí mismos, late todavía el eco de aquella Caracas donde los jóvenes desfilaron, no para matar, sino para reírse de los que ya estaban muertos por dentro.
El General de Percal
Y entonces intervino el Estado. Intervino como siempre interviene el poder: con lupa retrospectiva, con el celo del archivista, con la pretensión de domesticar el desorden. El general Manuel Landaeta Rosales, historiador de uniforme, recogió los ecos de La Sacrada y los entregó cuidadosamente encuadernados al presidente Cipriano Castro. Una recopilación de artículos, una especie de índice del escarnio. Porque lo que se escribe no desaparece, solo duerme en los pliegues del papel.
Entre esos textos, uno brillaba con una malicia especial: «General Alfonso Sacre», aparecido en «La Linterna Mágica», la gaceta de los insolentes. Aquel artículo no era solo una burla; era una radiografía de un sistema degenerado. Una sátira que cortaba más hondo que cualquier espada. En pocas líneas, demolía no solo al personaje, sino a toda una clase parasitaria que había hecho del uniforme una segunda piel, del revólver un adorno, del rango una estafa.
“Nació en Arabia y vino a Venezuela el año de 1888”, decía con solemnidad fingida. Como si aquello bastara para fundar una épica. Luego seguía el catálogo de localidades —Valencia, Duaca, Churuguara, Coro— una geografía modesta de la supervivencia, un mapa de la quincalla. Porque Sacre vendía: botones, espejos, cintas, telas baratas, «¡corte barato, marchante!». Era, como tantos otros, un vendedor ambulante atrapado en una tierra de caudillos. Pero el contacto cotidiano con los Generales, la costumbre de tratarlos como clientes o compadres, fue insuflándole una fantasía militar. No se hizo soldado: se creyó uno.
La ironía del artículo era despiadada. Lo llamaban «General arranjelado», una categoría delirante, mitad mística, mitad cómica: “capaz de salir herido por cualquier parte”. Eso era lo que se le reconocía: no la estrategia ni la bravura, sino su vulnerabilidad excéntrica, su propensión a las heridas imaginarias. Era un mártir sin batalla.
Se mencionaban documentos —¿falsos?, ¿inventados?— que lo ubicaban junto a Diego Colina, Antonio La Concha, Agustín Pulgar y otros. La fe del carbonero condecorada. El artículo añadía que sus enemigos lo reducían a proveedor de telas, pero la ironía —dulce veneno de los estudiantes— dejaba entender que esa era su verdadera “misión de guerra”: abastecer al campamento con retazos de batista y percal. La guerra como feria. El frente como mercado.
Y entonces el remate. Una cita textual, una joya de ortografía fonética: “Migo querer poder venir un Congreso para hacer felicidad tiga”. Era imposible ignorar el dardo. El redactor no se burlaba solo del acento extranjero, sino de la farsa institucional, del Congreso convertido en circo, de los diputados que “solo mueven pies y manos en señal de que la ubre ha empezado a fluir el rico néctar”.
Eso era Caracas en 1900: una vaca enjuta pero ordeñada por los mismos de siempre. En ese contexto, Sacre era más que un bufón; era un espejo deformante. Un monstruo tragicómico que reflejaba las deformaciones del poder. Por eso el artículo no era simplemente una broma cruel. Era una denuncia. Una acusación. Y también, como toda gran sátira, un grito ético.
Los estudiantes sabían lo que hacían. Ridiculizaban lo ridículo. Exponían la impostura con la risa, que es siempre más peligrosa que el odio. En una república de papel, donde los títulos se fabricaban como sellos de goma, la juventud decidió hacer su campaña desde las imprentas. Y Alfonso Sacre, pobre Sacre, pasó a la historia no por lo que hizo, sino por lo que simbolizó: el absurdo hecho carne, la gloria en miniatura, el general que solo marchó en la imaginación de los caricaturistas.
La Apoteosis del Ridículo
Las revoluciones verdaderas, esas que no figuran en los manuales escolares, rara vez se hacen con pólvora. Se hacen con papel, con tinta, con la risa. El 22 de febrero de 1901, Caracas no ardió en llamas, pero sí en carcajadas. La juventud universitaria, ese ejército sin armas, desplegó su gran ofensiva simbólica: «La Apoteosis de Sacre». Un gesto memorable que recordaba la «Noche de Santa Florentina», como bautizó don Pedro Emilio Coll la memorable noche de la sátira política «La Delpiniada», por los estudiantes de la Universidad Central a finales del siglo XIX.
Y si el poder celebra sus triunfos con desfiles y pompa, ¿por qué no habrían de hacerlo ellos también? «El Pregonero», al día siguiente, lo resumió con una ironía que todavía resuena como un eco burlón: “Venezuela necesitaba un Sacre y lo ha encontrado”.
La escena fue tan absurda que alcanzó el rango de arte. Sesenta coches, más de treinta jinetes —ni la entrada triunfal de un dictador en su ciudad natal podía igualar tal boato— escoltaron al “General” Alfonso Sacre por las calles de Caracas. Era una parodia, sí, pero una parodia ejecutada con rigor ceremonial. Cada gesto, cada paso, cada pañuelo agitado, repetía a la perfección las liturgias del poder que imitaban.
Sacre, centro de la representación, era coronado. No con laureles de campaña, sino con el simulacro de una gloria construida por estudiantes. La corona, alzada como estandarte, iba al frente del cortejo: el símbolo de una monarquía de papel, de una república de cartón piedra. No había disparos ni arengas. Solo una ironía tan aguda que cortaba más que las bayonetas de los militares de verdad.
“El General Sacre es una gloria mitad árabe, mitad venezolana”, decía el artículo con falsa solemnidad. Una gloria mestiza, una gloria importada, como los relojes de bolsillo o los espejos de tocador que alguna vez vendió. Empezó como quincallero raso, una invención retórica que bastaría para aniquilar medio siglo de retórica castrense. Porque mientras otros nacían Coróneles o Generales, él, como los santos en las novelas picarescas, subía “subiendo, subiendo, subiendo”, hasta llegar —por designación popular— a los “altos, elevadísimos, destinos”.
Y aquí estaba la ironía más feroz: no se burlaban de Sacre por extranjero, ni siquiera por farsante. Se burlaban de un sistema en el que la impostura era moneda corriente. En el país donde los títulos se compraban como sombreros, Sacre era simplemente más honesto en su ridiculez. No disimulaba. Era su caricatura.
Esa noche se preparaba la velada para sellar «La Apoteosis». Una velada cívica, cultural, grotesca. Como una ópera bufa escrita por estudiantes para ridiculizar la zarzuela de la política nacional. El acto no pretendía cambiar el mundo, pero sí exponerlo en su desnudez. No se levantaban barricadas, pero se alzaban las voces, se agitaban las plumas, se publicaban los periódicos como si fueran proclamas de otro orden posible, uno en el que la risa tuviera más poder que el sable.
“Nos cuadramos y saludamos al General”, concluye la sátira estudiantil en «El Pregonero», con ese sarcasmo que perfora como un estilete. No era obediencia, sino parodia. No era reverencia, sino desafío. En esa frase, se sellaba el acto de rebelión más elegante que haya conocido Caracas: una genuflexión fingida, un saludo que era al mismo tiempo una burla y una declaración de principios.
Y así terminó la jornada: con los estudiantes agotados, las imprentas calientes, y el poder escocido. Porque «La Sacrada» no fue una revuelta, fue una obra de arte. Una performance colectiva contra la vulgaridad del mando, contra la farsa institucional. Y lo más terrible de todo: no era fácil castigarla. ¿Cómo castigar la risa?
Una Risa Firmada
No se ocultaron. No recurrieron al anonimato, ese manto útil cuando se combate al poder desde las sombras. No. Los estudiantes de 1901 firmaron con nombre y apellido su ofensa. Como si supieran que un gesto sin rostro es solo medio acto. Como si entendieran, en su intuición juvenil, que la ironía sin valentía se disuelve como tinta aguada.
Después del desfile burlesco, de la corona alzada como estandarte y del General de quincalla paseado como emperador sin ropa, vino la institucionalización del escarnio. Porque todo orden, incluso el orden de la burla, exige estructura. Así, el 23 de febrero, los estudiantes enviaron al Director de «El Pregonero» una carta formal, impecablemente redactada, donde anunciaban —con la seriedad de un acta notarial— la creación de la “Sociedad Glorias del General Alfonso Sacre”.
La lista es precisa, detallada, irrefutable:
—Presidente: bachiller Ángel Vicente Rivero
—Primer vicepresidente: bachiller Juan Fernández Hurtado
—Segundo vicepresidente: bachiller Miguel Márquez Rivero
—Tesorero: bachiller Rafael María Valladares
—Secretarios, vocales, comisarios… nombres, apellidos, dobleces de papel convertidos en armas.
Ahí están: Alfredo Olavarría, Felipe Guevara Rojas, Luis F. Riobueno, Oscar García Uslar. Apellidos que luego poblarán bibliotecas, bufetes, tribunas y cementerios. Pero entonces no eran más que muchachos con el valor temerario de la risa. Ninguno se escudó detrás de siglas. Ninguno borró su firma. Velutini, Vicente Emilio Velutini el secretario de Actas, concluye con un lacónico “Es copia” que suena como un sello de Estado. La parodia llegaba hasta la forma. Cada burla se vestía de legalidad. Era una revolución disfrazada de reglamento.
El gesto no solo era audaz: era peligroso. Porque en el país de los Coroneles sin batalla, de los Generales de cantina, de los Presidentes con ínfulas de Emperadores, el humor era subversión. Y al firmar esa comunicación, los estudiantes se colocaban directamente en la línea de fuego de la represalia.
Pero eso no importó. Porque lo que habían iniciado no era solo una mofa, sino una afirmación de ciudadanía. Una denuncia de la impostura hecha con el filo de la sátira, sí, pero también con la dignidad de quien no se esconde. Se alzaron, como podían, contra una generación de hombres que confundía poder con uniforme y autoridad con intimidación.
Y por eso «La Sacrada» perdura. No por el desfile, no por la caricatura, ni siquiera por Sacre, que regresaría a su sombra de vendedor errante. Perdura porque esos muchachos —con el pecho descubierto, con la firma al pie— entendieron que a veces hay que tomarse el riesgo de hacer del ridículo un acto de resistencia.
Una risa firmada con sangre fría.
Sacre Invicto
No hay burla completa sin un himno. Y los estudiantes, con ese talento irreverente que a menudo acompaña la juventud como sombra luminosa, decidieron consagrar su parodia con un panegírico: «Sacre Invicto». Una loa. Una oda. Una sátira que se disfrazó de alabanza con tal virtuosismo que solo la intención revela el veneno bajo la seda.
“¡Salve, genio, afortunado!” comienza el poema, como si se tratase de Julio César entrando en Roma o de Alejandro cruzando el Hidaspes. Pero no es Roma, ni Macedonia. Es Caracas. Y el “genio” es un vendedor de quincalla sirio-libanés, reciclado en general por decreto de la ironía. Ahí reside la gloria: en la impostura celebrada como destino olímpico. La sátira es tan fina que puede leerse —para quien quiera— como una alabanza sincera. Y por eso hiere más.
“Tienes la fuerza de Aníbal y la altivez de Yugurta”, le dicen. Como si la historia clásica fuera un catálogo al alcance de todos, una tienda de disfraces donde Sacre pudiera elegir su pedigrí. ¿Qué importa que jamás haya empuñado un sable en batalla real? ¿Qué importa si sus campañas consistieron en cargar sacos de tela, baratijas y chucherías en las rutas del interior? El poema lo absuelve. La sátira lo corona. “Tu cuerpo está dotado de una ligereza que la aprecian los que bien te conocen.” Aquí ya no hay disimulo. Es la burla plena, precisa, gozosa. Ligereza no del alma, sino del paso: el mismo que usó para retirarse de todas las escaramuzas donde estuvo —o creyó estar.
Pero la cúspide llega cuando los Dioses entran en escena. No bastaba con la historia venezolana, ni con el decorado clásico: había que convocar al Olimpo. “El grito de victoria resonará en las luchas que tu cerebro dirige.” Sacre, estratega de las sombras, general por fuerza de voluntad. Lo que le falta en hechos, lo suplen los adjetivos. Lo que no hizo, lo redactan los estudiantes. Con ese estilo barroco y macabro que recuerda a las oraciones fúnebres leídas en voz alta en salones cargados de incienso.
“Tus sienes serán coronadas… la posteridad erigirá monumentos… tus glorias serán inmortales…” Todo se construye con la gramática de lo sublime, pero se enreda a propósito en el absurdo. «El vuluor» —esa palabra inventada, ese vuelo que no existe— lo resume todo. Porque ahí está el genio de «La Sacrada»: elevar el disparate al rango de símbolo. Convertir el gesto ridículo en espejo del poder grotesco.
Y la línea final remata con una finura de escalpelo:
“Ojalá que todos os imitásemos, no el hueso, sino la sangre de macábrica figura.”
No el cuerpo, sino la sustancia. No el personaje, sino lo que representa. Porque Sacre ya no es solo Sacre. Es todos los Generales sin guerra, todos los Diputados mudos, todos los hombres que ordeñan la ubre de la patria sin haber sembrado jamás una idea.
Así terminó «La Apoteosis». Con himnos que eran parodias, con nombres que eran firmas de desafío, con coronas de cartón alzadas como antorchas. La protesta pareció extinguirse en las semanas siguientes, silenciada por la costumbre, disuelta en los lentos engranajes del olvido oficial. Pero quedó algo, inextinguible: la certeza de que la risa, cuando se ejerce con valentía, puede ser el acto más político de todos.
Y eso fue «La Sacrada»: una revuelta sin pólvora, un motín de tinta, una coronación de mentiras para desnudar la gran farsa nacional. Caracas lo había visto antes, el 14 de marzo de 1885, con «La Delpiniada», y no volvió a ver algo igual hasta que en el carnaval de 1928, otra vez en carnavales y otra vez los estudiantes, siempre los estudiantes, de la Universidad Central de Venezuela, volvieron a tener, al mismo tiempo, tanto ingenio, tanta insolencia y tanto valor en la coronación de Beatriz I.
El Precio de la Risa
Pero toda risa tiene un precio. Y en una ciudad pacata como la Caracas de principios de siglo XX —donde los bigotes se llevaban con más rigidez que las ideas, y el orden se confundía con el silencio— una burla de tales proporciones no podía pasar impune. No había pólvora en «La Sacrada», pero sí un eco demasiado fuerte. Un eco que llegaba hasta el despacho presidencial, en «La Casa Amarilla» ese teatro del autoritarismo donde Cipriano Castro rumiaba afrentas como si fuesen conspiraciones.
Así que el golpe no tardó. Una semana después del desfile burlesco, uno por uno fueron detenidos los miembros de la Junta Directiva de la “Sociedad Glorias del General Alfonso Sacre”. Presos, pero no rendidos. El castigo fue, como suele ocurrir con las juventudes despiertas, el combustible de una nueva provocación.
El 7 de marzo, en plena represión, hicieron pública la nueva directiva de la Sociedad. Una resurrección simbólica: cada estudiante detenido era reemplazado por otro, como si se tratase de una célula indestructible de la burla organizada. Y lo anunciaron sin temblor, sin penumbra, con otro acto delirantemente solemne: una nueva Apoteosis. Esta vez, no en las calles, sino en los altos de Escoret, donde anunciaron que “subirá al Olimpo el General Alfonso Sacre, conducido por los robustos brazos de la juventud universitaria”.
La ironía seguía intacta. El Olimpo era una terraza, el sacrificio era una velada. El boletín anunciaba: “El programa es brillante. Sacre hablará.” Una pieza maestra de sátira: Sacre, el hombre que apenas hilaba palabras, anunciado como orador estelar. Los billetes costaban cinco reales y se vendían en “La Francia” y en casa de Escoret, como si se tratara de un concierto de gala o de una función de ópera. El absurdo como método. El humor como resistencia.
Pero el Gobierno ya no reía. El 9 de marzo, la Presidencia de la República —vestida con los harapos de la legalidad— respondió con una resolución que es, por sí sola, un testimonio de solemnidad herida. Un documento que rezuma miedo, que transpira el sudor del déspota acorralado por el ridículo. El presidente Castro calificó los actos estudiantiles como “actos de indisciplina y verdaderos atentados…”, como si los versos de «Sacre Invicto» hubieran amenazado con dinamita los cimientos de «La Casa Amarilla».
“Tratan de perturbar a cada paso… los fueros de la sociedad”, decía la resolución, con esa prosa inflamada que solo saben manejar los dictadores con pretensiones literarias. Y remataba con grandilocuencia: el gobierno es “guardián de las instituciones patrias… garante de paz… agente del progreso moderno…”. Palabras como estandartes vacíos, ondeando sobre el cadáver de la libertad.
Y entonces, el decreto:
«Todos los estudiantes involucrados serán expulsados de la Universidad Central de Venezuela. Definitiva e inmediatamente.
«Y no solo eso: se les prohíbe el ingreso a cualquier otra universidad o colegio nacional del país. Era el exilio interior. La muerte civil del estudiante. La inteligencia castigada como si fuera un crimen. La juventud marcada como traición.
Pero acaso sin saberlo, Castro firmaba también la inmortalidad del gesto. Porque al expulsar a esos muchachos, al prohibirles estudiar, al cercar sus voces, no hizo más que confirmar la verdad que ellos habían querido mostrar: que la República era ya una farsa, un uniforme sin alma, una retórica sin fondo. Que Sacre no era la excepción: era el sistema. Y que reírse de él era, en el fondo, reírse del país que fingía estar en marcha, pero que caminaba sobre muletas.
Así terminó «La Sacrada»: con la expulsión, el silencio, la amenaza. Pero también con la memoria encendida. Porque la sátira, a diferencia del poder, no se firma con decretos. Vive en los márgenes, se esconde en las bibliotecas, resurge en las aulas, crece donde menos se espera. Como el eco de una carcajada que no se puede reprimir.
Y aunque esos jóvenes fueron expulsados, el general Sacre —ese esperpento glorioso— quedó instalado para siempre en la historia. No como héroe, sino como símbolo. No como militar, sino como espejo. Un espejo que aún hoy, si uno se atreve a mirarlo, devuelve la imagen de tantos otros que también subieron al Olimpo sin merecerlo.
El día siguiente
Fue al día siguiente, porque siempre es al día siguiente cuando estallan las verdaderas palabras. Cuando el poder, seguro de su impunidad, firma con trazo grueso un Decreto, espera obediencia, silencio, disipación. Pero al día siguiente, los estudiantes de la «Universidad Central de Venezuela» respondieron. No con gritos, no con barricadas (aún no), sino con ironía afilada, con la herramienta más antigua y más digna: una carta.
La misiva, dirigida al ciudadano rector, no sólo era ingeniosa, era una emboscada elegante. El tono, cortés, el lenguaje, jurídico, pero el golpe… el golpe iba directo al centro. Lo emplazaban, sí, lo arrastraban a la escena. El rector, hasta ese instante, había flotado como tantos otros, en esa niebla tibia del poder donde nadie ve, nadie sabe, nadie estuvo. Pero ahora estaba ahí, al centro del conflicto, porque los estudiantes lo nombraban. Y en política, el que es nombrado, está implicado.
No se trataba de una súplica. Se trataba de un acto de lucidez. Citaron la Constitución, como quien desenfunda un arma en una plaza pública. El artículo 14, numeral 10 —parece menor, casi administrativo—, pero ahí estaba: el derecho de petición. El escudo legal frente al autoritarismo del Ministerio de Instrucción Pública. Y detrás de la pregunta, la verdadera acusación: ¿Cuál fue la falta? ¿Dónde están las pruebas? ¿Qué delito cometieron estos muchachos para ser expulsados como delincuentes?
Los estudiantes sabían que no las había. Por eso la carta era también una pieza teatral, un gesto, un movimiento de ajedrez. Porque el poder, cuando no responde, también se delata. Porque el rector, obligado a contestar, revelaría su complicidad o su coraje.
Firmaban más de cien. No era una minoría ruidosa. Era la Universidad misma, esa comunidad que no se ve en los despachos pero que vibra en los pasillos, que discute en las aulas, que enciende el mundo con una consigna. Firmaban con nombre y apellido, lo cual, en esos días, equivalía a un desafío.
Así se abrió un nuevo capítulo, sin disparos, sin decretos, con papel y tinta. Porque a veces el poder se resquebraja por una carta, y una universidad comienza su resistencia con una pregunta: ¿Es justicia?
Santos Dominici: el rector y la pólvora institucional
La respuesta del rector Santos A. Dominici marcó un giro inesperado, casi inaudito, en la dinámica del conflicto: la voz oficial de la Universidad —esa institución que a menudo ha sido rehén del poder o cómplice por omisión— se alineaba, aunque con cautela y precisión jurídica, del lado de los estudiantes. Y lo hacía con una frase simple, casi burocrática, pero cargada de pólvora institucional: “no consta que hayan cometido falta escolar”. Es decir, los estudiantes no habían violado ninguna norma académica, no habían perturbado el orden de las aulas, no habían incurrido en acto alguno que justificara ni el arresto ni la expulsión.
Era una declaración que desmontaba, pieza por pieza, la narrativa del gobierno. Porque si no había falta escolar, ¿cuál era entonces el delito? ¿Dónde residía la transgresión? ¿En un desfile satírico? ¿En una proclama firmada? ¿En un poema que parecía himno pero era puñal? Lo que el rector confirmaba —con el lenguaje medido de un hombre de ciencia— era lo que todos sabían y nadie en el poder quería admitir: que el castigo era político, no disciplinario.
Con esa carta, Dominici se convertía —quizá sin proponérselo— en figura central del episodio. No era un agitador, ni un ideólogo, ni un actor callejero. Era un académico, un médico de renombre, un servidor público que ponía en riesgo su posición al emitir un juicio que desacreditaba de forma implícita al Ejecutivo Nacional. Su gesto, sutil pero firme, devolvía a la Universidad un ápice de autonomía moral. Y ese gesto no pasó desapercibido.
Los estudiantes, que ya habían demostrado una capacidad asombrosa para convertir cada acontecimiento en un acto simbólico, elevaron al rector a la categoría de “Benemérito”. Lo proclamaron mentor cívico, testigo honorable, garante involuntario de su causa. En medio de la represión, Dominici encarnaba la posibilidad de una conciencia institucional.
Así, con una respuesta de apenas tres líneas, se abría un nuevo capítulo del conflicto: el de la dignidad frente al abuso, el de la legalidad frente al capricho, el de la Universidad como trinchera frente al Estado como maquinaria. Porque si algo dejó claro aquella respuesta, fue que lo que estaba en juego no era sólo la suerte de veinticuatro jóvenes insolentes. Era el sentido mismo de lo universitario: su autonomía, su libertad, su vocación de crítica.
Y si el Gobierno esperaba una sumisión dócil, encontró en Santos A. Dominici un adversario inesperado: sereno, prudente, pero insobornable. Su firma, estampada al pie de una aclaratoria aparentemente inocua, pesaba tanto como los decretos firmados en Miraflores. Y esa balanza, aunque todavía inclinada del lado del poder, comenzaba a temblar.
La bota y la pluma
Pero el poder nunca duerme del todo. A veces finge modorra, a veces se hace el desentendido. Pero cuando la palabra lo amenaza, cuando la razón se vuelve peligrosa, despierta con furia. Y así, el mismo 11 de marzo, el mismo día en que el rector había respondido con la serenidad de los hechos, el «General en Jefe de los Ejércitos de Venezuela» —no sólo presidente, sino espada— Cipriano Castro, respondió.
Respondió, claro está, con su sello, con su tono, con la voz de quien confunde el país con un cuartel. Publicó una resolución con sus medallas puestas en la gramática: «General en Jefe», «Poder Ejecutivo Nacional», «enemigos solapados». Las palabras no eran ya argumentos, sino balas. No contestaba la pregunta de los estudiantes. No refutaba al rector. Se limitaba a gritar.
En sus «considerandos» —ese curioso teatro donde la ley se disfraza de razón— habló de «repetidos desórdenes», de «actitudes tumultuosas». Pero no había pruebas, no había informes. Había solamente la incomodidad. Porque el poder, cuando se siente observado, suda. Y cuando lo contradicen, tiembla.
Entonces decidió aplastar. La medida fue brutal: la clausura de la Universidad Central de Venezuela. No una sanción, no una mediación. Clausura. Silencio. Cierre de puertas y cancelación del pensamiento. Como si la inteligencia fuera contagiosa. Como si las ideas, una vez liberadas, pudieran ser capturadas con bayonetas.
Castro no castigaba una falta, castigaba una actitud. No le importaban los hechos, le importaba el tono. No soportaba que alguien, desde una tarima sin armas, lo desmintiera. Y por eso calló la universidad. Cerró el espacio. Tapó la boca colectiva. No bastaba con expulsar estudiantes. Había que clausurar el escenario entero.
Era un acto de miedo. Puro, simple, intacto. El miedo del poder al pensamiento. Porque esa carta estudiantil, esa respuesta del rector, esa concatenación de lógica y dignidad, habían hecho lo que ningún manifiesto opositor, ningún panfleto subversivo había logrado: habían mostrado que el poder estaba desnudo.
La historia volvía a repetirse, esa historia donde la bota pisa el libro, donde la voz que pregunta es respondida con un portazo. Pero cada vez que ocurre, algo se rompe. Y a veces, de esa rotura, nace lo irreversible.