Hubo un momento en que una parte del país dejó de respirar. Fue esa parte que se enteró del padecimiento de la próstata del déspota. Supe de esto mucho después, cuando los archivos comenzaron a hablar y las memorias a contradecirse, en ese territorio difuso donde la historia se convierte en literatura y la literatura en deuda moral con el pasado.
La próstata. Esa glándula humilde, ese órgano secundario que ningún monumento celebra y que sin embargo llegó a convertirse en el centro invisible de todo un país. Durante semanas, quizá meses, el destino de Venezuela dependió de las micciones de un solo hombre. Su próstata, inflamada, parece el termómetro secreto de la nación.
Los que sabían callaban. Los que intuían especulaban en voz baja. Los demás, la inmensa mayoría, seguían viviendo su vida ajena a que el poder tenía fiebre, que el mecanismo perfecto de la tiranía se había oxidado en el lugar más inesperado, más íntimo, más vulnerable.
A veces pienso que ésta es la verdadera naturaleza del poder: no la que se exhibe en los desfiles militares o en los discursos ampulosos, sino la que se esconde en la vulnerabilidad de un cuerpo que envejece, en las disfunciones silenciosas de la biología. La próstata del déspota como metáfora perfecta de la fragilidad que subyace a toda apariencia de fuerza absoluta.
Aquellos que fueron testigos de aquel momento contaron después cómo aprendieron a leer en los gestos del poder. Cómo la mirada vidriosa del dictador, el leve temblor de su mano al firmar, la frecuencia de sus visitas al sanitario, se convirtieron en claves para descifrar el futuro inmediato. La política había sido reducida a su expresión más básica, más corporal, más humillante.
Y sin embargo, quizás por eso mismo, por esa humillación íntima que amenazaba con desvelar la ficción del poder absoluto, fue necesario construir alrededor de aquella próstata enferma todo un aparato de silencio y mentira. Médicos que se convertían en cómplices, edecanes que anotaban en cuadernos secretos, familiares que vigilaban y eran vigilados.
Al final, como siempre ocurre con estas cosas, la próstata fue mucho más que una próstata. Fue el síntoma de que nada es eterno, de que hasta los dioses de barro tienen órganos que fallan, de que el poder más absoluto está siempre a merced de la biología más elemental.
Y el país, esa parte del país que supo contener la respiración, aprendió una lección que no olvidaría: que la historia a veces avanza no por grandes discursos o gestos heroicos, sino por el silencioso, terco, imparable mal funcionamiento de un órgano modesto.
El Silencio de la Vejiga
Fue en 1921, durante varias semanas, siete exactamente, entre el 14 de octubre y el 5 de diciembre. El dictador Juan Vicente Gómez, jefe supremo de la paz, «la paz de los sepulcros», enfermó en su casa de Maracay, en ese reducto amurallado de guardias y policías, casi bucólico llamado «El Mirador». No fue una enfermedad cualquiera. Fue la de un dios de barro. Y los dioses, cuando sangran, convocan la guerra.
Pero también hubo un murmullo previo del que nadie se enteró. El 25 de septiembre de 1921, Juan Vicente Gómez no orinó. Ese fue el acontecimiento. Pero no hubo titulares, ni partes oficiales, ni telegramas de urgencia. No se declaró duelo nacional. El dictador no orinó, y Venezuela, muda, continuó.
El episodio quedó oculto tras una palabra: gripe. Esa palabra que abriga y desinfecta, que maquilla la carne cuando comienza a deshacerse. Gripe: la coartada de los poderosos. Bajo ese pretexto, se escribió una mentira. Y bajo esa mentira, se escondió el temblor. Porque una cosa es que el Jefe se resfríe, y otra muy distinta es que no pueda orinar.
Pero nada se dijo. Nada debía decirse. Nadie preguntó. El primer silencio fue un acto de gobierno. La enfermedad del General fue envuelta en paños húmedos, en informes tibios, en frases medidas. Porque decir la verdad —que Gómez estaba enfermo, que su cuerpo comenzaba a desobedecerlo— era inaugurar la posibilidad del fin. Y eso, en una dictadura, es inadmisible. El cuerpo del tirano no pertenece al tiempo.
Nadie quería escuchar ese inicio. Nadie estaba preparado para el murmullo. Sin embargo, ahí estaba: en las pausas de los discursos, en los ojos evasivos de los ministros, en los saludos exagerados que buscaban tapar la incomodidad. Porque un dictador enfermo no solo sufre: incomoda. Su decadencia estorba a todos los que dependen de su vigor fingido.
Los médicos, esos notarios de la decadencia, fueron convocados como actores secundarios de una obra donde no se podía pronunciar el título real. Unos hablaban de “fatiga”, otros de “cansancio tropical”. Todos decían lo mismo: nada. La medicina se volvió un género literario más, junto al boletín oficial y la nota diplomática.
Y Gómez, aislado en su casa de Maracay, seguía allí, callado, tenso, prisionero de su cuerpo. Las habitaciones se llenaban de médicos y sirvientes, de anotadores y cuidadores, todos con una sola consigna: negar lo evidente. Afuera, los cañones seguían limpios, los retratos colgados, los himnos entonados. Adentro, el dictador no podía dormir sin ser despertado por el dolor de su cuerpo traidor.
El tiempo, ese enemigo que todo régimen quiere domesticar, comenzaba a hacer su trabajo. Cada día que pasaba sin micción era una grieta en la fachada del mito. Cada catéter, cada medicamento, cada leve temblor en la mano del enfermo era una herida abierta en la imagen de eternidad. Nadie puede gobernar desde una vejiga inflamada.
En el fondo, todos lo sospechaban. Los que callaban, los que brindaban, los que escribían editoriales exaltadas, los que imprimían su retrato al lado de Jesucristo, todos sentían que se acercaba el fin. Que un régimen de trece años podía deshacerse por el mismo sitio por donde se elimina la orina. Que la biología no responde a decretos.
El cuerpo del tirano hablaba por fin, y hablaba en el idioma de la carne rendida, en la sintaxis del órgano fatigado. Y en ese lenguaje mudo, el país comprendía que el futuro ya no estaba en la voluntad del general, sino en su incapacidad. Que el verdadero golpe de Estado no venía de una conspiración, sino de una próstata inflamada.
El Principio del Fin
Así comenzó el lento derrumbe. Los días se hicieron semanas y las semanas meses, y el general Gómez, postrado en su lecho de dolor, veía cómo el poder se le escapaba por los mismos poros por donde sudaba la fiebre. En las calles, el pueblo seguía con su vida, pero ahora con una mirada distinta. Ya no era el miedo lo que reinaba, sino una extraña expectación, como si todos supieran que estaban presenciando el último acto de una obra que había durado demasiado.
En los corredores del poder, los hombres fuertes comenzaron a moverse como sombras. Unos se acercaban al hijo del dictador, otros a su hermano, pero todos medían sus palabras y sus pasos, calculando el momento exacto en que habría que saltar del barco que empezaba a hacer agua. La lealtad, esa moneda tan valiosa en tiempos de bonanza, se devaluaba a la velocidad del pulso del enfermo.
Los médicos llegaron con sus maletines de cuero y sus instrumentos brillantes. Hablaban entre ellos en un lenguaje extraño que nadie entendía, pero sus miradas decían más que sus palabras. Operaron al General en la misma habitación donde había firmado tantas sentencias de muerte, y por un momento pareció que el milagro se había producido. Gómez volvió a orinar, y en Maracay se respiró aliviada.
Pero era sólo un respiro. La enfermedad, como un enemigo invisible, seguía allí, agazapada en las profundidades de su cuerpo. Y el poder, que había parecido tan sólido, tan eterno, comenzó a mostrar sus grietas. Porque ahora todos sabían el secreto: que el hombre fuerte de Venezuela era, al final, sólo un hombre. Y como todos los hombres, estaba hecho de carne que duele y de sangre que se envenena.
El régimen de Juan Vicente Gómez no caería ese día, ni al siguiente. Todavía faltaban catorce años para que la muerte llegara por fin a buscarlo. Pero algo había cambiado para siempre en aquel octubre de 1921. El mito de la invencibilidad se había quebrado, y por las grietas comenzó a colarse la luz de una verdad hasta entonces impensable: que ningún poder es eterno, y que hasta los tiranos más temidos terminan rendidos ante la biología.
La parte del país que entero del padecimiento del dictador contuvo la respiración aquellas siete semanas, y cuando por fin volvió a respirar, ya nada sería igual. Había aprendido la lección más peligrosa de todas: que los dioses de barro, cuando se mojan, se deshacen.
El Murmullo de la Próstata
Así terminó esa primera crisis prostática, de la que ni siquiera Eustoquio Gómez se había enterado y ladró con furia cuando más tarde lo supo. Con una mentira oficial, con un país que fingía obedecer, con un dictador que fingía gobernar. Con una enfermedad que era mucho más que una enfermedad: era el eco de todo un sistema entrando en crisis.
Porque a veces, la historia se abre por donde nadie mira. Por un órgano pequeño. Por un síntoma discreto. Por un silencio administrativo.
Y ese fue el principio del fin. No cuando murió Gómez, sino cuando su cuerpo comenzó a hablar sin permiso. Cuando el poder no pudo contener una vejiga, ni ocultar el murmullo de la próstata.
Porque el poder, ese teatro de gestos grandilocuentes y retratos en óleo, es en realidad un frágil equilibrio de ficciones sostenidas por cuerpos que envejecen. Y el cuerpo de Gómez, ese cuerpo fundacional de la Venezuela moderna, estaba quebrándose desde dentro, en silencio, como se deshace un edificio por humedad.
Se intentó todo: médicos, fórmulas mágicas, inyecciones bendecidas por la Virgen. Se bendecía la orina cuando aparecía, aunque fuera escasa, aunque doliera. Se celebraban sus micciones como antes se celebraban sus decretos. Las curas eran rituales, supersticiones con bata blanca. Pero nada detenía el derrumbe.
Alrededor de su cama, la lealtad se volvía cálculo. La fe, simulacro. Los hombres poderosos del régimen comenzaron a visitarlo con menos frecuencia, a pronunciar su nombre en voz más baja. Se hablaba del porvenir con el tono húmedo de quien ya está midiendo el ataúd. Porque un dictador que sufre, que suda, que tiembla, es un dictador que ya no asusta.
Y entonces, sin que nadie lo anunciara, sin que sonaran los clarines ni se disparara un solo tiro, el país comenzó a pensar en otra cosa. Pensó en la palabra «después». Pensó en el mundo sin Gómez. Un mundo impensable hasta ese instante. Porque los regímenes eternos no mueren de golpe: se disuelven lentamente en el cuerpo del líder. El país no necesitó ver su cadáver para pensar que el final estaba cerca. Le bastó imaginar su vejiga.
Así, la historia de Venezuela —esa historia de caudillos, de gestos marciales, de silencios impuestos— tuvo un punto de inflexión no en la batalla, no en el exilio, no en la tribuna, sino en el tracto urinario del dictador. Fue allí, en ese rincón escondido de la anatomía, donde se empezó a escribir el ocaso.
Porque los imperios también se derrumban por las vísceras. Porque el poder absoluto también muere por causas naturales. Y porque a veces, la enfermedad más íntima es el primer grito de la historia.
Y el país también. O eso se pretendió. Como si todo un pueblo pudiera suspender su angustia por decreto. Como si bastara una frase burocrática para anestesiar la historia.
Pero bajo esa capa de papel sellado, de boletines, de saludos oficiales, algo comenzaba a ceder. La próstata del dictador era apenas un síntoma. No sólo de su vejez, sino del régimen mismo. Esa obstrucción era más que un problema médico: era el anuncio biológico del desmoronamiento.
El poder, tan sólido, tan absoluto, tan vertical, comenzaba a encorvarse. Primero en el cuerpo. Luego en la voluntad. Y, finalmente, en el miedo. Porque los tiranos también mueren. Pero antes, se enferman. Y eso es lo que el régimen no soporta: el espectáculo vulgar de la fragilidad.
Así, el país siguió adelante, como si no pasara nada. Pero algo ya había pasado. Un murmullo, un rumor, una palabra dicha al oído: próstata. Y eso bastaba.
Porque a veces, la historia no comienza con una proclama, ni con una revuelta, ni con un disparo. A veces comienza cuando un dictador no puede orinar.
Cuando el Cuerpo Manda
El tiempo, ese enemigo que todo régimen quiere domesticar, comenzaba a hacer su trabajo. Cada día que pasaba sin micción era una grieta en la fachada del mito. Cada catéter, cada medicamento, cada leve temblor en la mano del enfermo era una herida abierta en la imagen de eternidad. Nadie puede gobernar desde una vejiga inflamada.
En el fondo, todos lo sabían. Los que callaban, los que brindaban, los que escribían editoriales exaltadas, los que imprimían su retrato al lado de Jesucristo, todos sentían que se acercaba el fin. Que un régimen de trece años podía deshacerse por el mismo sitio por donde se elimina la orina. Que la biología no responde a decretos.
El cuerpo del tirano hablaba por fin, y hablaba en el idioma de la carne rendida, en la sintaxis del órgano fatigado. Y en ese lenguaje mudo, el país comprendía que el futuro ya no estaba en la voluntad del general, sino en su incapacidad. Que el verdadero golpe de Estado no venía de una conspiración, sino de una próstata inflamada.
Así comenzaba la gravedad. Con una mentira oficial, con un país que fingía obedecer, con un dictador que fingía gobernar. Con una enfermedad que era mucho más que una enfermedad: era el eco de todo un sistema entrando en crisis.
Porque a veces, la historia se abre por donde nadie mira. Por un órgano pequeño. Por un síntoma discreto. Por un silencio administrativo.
Ese fue el principio del fin. No cuando murió Gómez, catorce años después, sino cuando su cuerpo comenzó a hablar sin permiso. Cuando el poder no pudo contener una vejiga, ni ocultar el murmullo de la próstata.
Pero en ésta nueva crisis, el rumor se extendió con la velocidad de lo inevitable: «Gómez agoniza». Las élites militares, acuarteladas en su servidumbre, comenzaron a mover piezas en un tablero que no admitía empates. No era una lucha por la República, ni por el futuro del país: era una pugna dinástica, doméstica, casi incestuosa. Dos nombres salieron del vientre de la misma sombra: Juan Crisóstomo Gómez, el hermano menor; y José Vicente Gómez, el hijo mayor, el primogénito, habido en Dionisia Bello.
Los juanchistas, militares con bigotes recios y lealtades domesticadas desde el 99, se arremolinaron en torno al primero, entonces Gobernador del Distrito Federal por obra y gracia del parentesco. Los vicentistas, más jóvenes, más impacientes, apostaron por el segundo, Inspector General del Ejército, el heredero designado de facto, General sin batallas, inspector de ejércitos de papel. El poder, al fin y al cabo, es una herencia, no una virtud.
Nadie quedó al margen. O se era juanchista o vicentista. No había tercera vía. Ni neutralidad. Ni silencio. Hasta el eco tuvo que tomar partido.
Aunque se dice que entre la niebla de las intrigas y los sobres lacrados, hubo un nombre que se mantuvo al margen: Eleazar López Contreras. Coronel entonces, futuro Presidente después. No porque fuese más puro —la pureza en la política es otra forma del cinismo—, sino porque comprendió algo que los otros no vieron: que en el teatro de una posible muerte del dictador, lo más sensato era no hablar, no elegir, no destacar. Solo esperar.
Esperar, como esperó el país entero, la noticia fatal que llegó catorce años más tarde. Esperar, como se espera una tormenta detrás de las ventanas cerradas. Gómez no murió entonces. Pero la enfermedad fue una grieta, y por ella se asomó, por primera vez, el verdadero rostro del régimen: un poder enfermo que solo sabía sobrevivir dividiéndose.
Así, entre los delirios del patriarca y el susurro de los conspiradores, Venezuela confirmó una lección que los siglos repiten sin descanso: que cuando el tirano tose, todos temen por su garganta, pero más temen por su silencio.
Y cuando calla, el país entero contiene el aliento, not por respeto, sino por miedo. Porque el silencio del tirano no es paz, sino vacío. Y el vacío es más peligroso que la represión: es el abismo donde todo puede pasar y nada está escrito.
Durante esas semanas, los ministros firmaban decretos con manos temblorosas, los Generales vigilaban a sus propios centinelas, y los espías, que lo sabían todo, empezaron a fingir que no sabían nada. Los periódicos hablaban de lluvias y cosechas, de santos y procesiones, pero nadie creía en sus palabras: el país leía entre líneas, buscando señales en el papel.
Maracay se convirtió en el ombligo del mundo. «El Mirador», en una especie de Vaticano profano. Y Gómez, postrado, rodeado de médicos y de miedos, supo lo que nunca quiso admitir: que hasta el terror necesita de un cuerpo sano. Una verdad sobre la cual actuaría al salir del trance de su crisis de uremia.
Fue una enfermedad política, aunque la fiebre fuera real. Una enfermedad del sistema, del miedo acumulado, del poder que había dejado de ser instrumento para convertirse en destino. Y aunque el dictador se recuperó, aunque volvió a montar a caballo, a firmar sentencias, algo había cambiado para siempre.
Porque el país, que hasta entonces había temido su mano, empezó a temer su ausencia. Ese miedo, sutil, cobarde, legítimo, marcó el comienzo de otra era: la de los hombres que gobiernan no por fuerza, sino por inercia; no por mandato, sino por vacío.
La enfermedad del Jefe no fue solo un episodio. Fue un presagio. Y los presagios, en Venezuela, casi siempre se cumplen.
El Último Acto
Finalmente, después de semanas de agonía silenciosa, la próstata cedió. Gómez orinó. Fue una micción pobre, dolorosa, pero suficiente para que los médicos declararan la victoria. El régimen respiró aliviado. Se escribieron poemas, se celebraron misas, se encendieron luces en las plazas.
Pero nada volvería a ser igual. El hechizo se había roto. El dictador había sido visto vulnerable, tembloroso, humano. Y un dictador humano es una contradicción en los términos.
Años después, cuando Gómez murió finalmente en 1935, muchos recordarían aquellos días de 1921 como el verdadero principio del fin. La próstata del tirano había sido más elocuente que todos los discursos de la oposición y pasaría factura años más tarde. Porque había dicho, en el lenguaje mudo de la biología, una verdad que ningún boletín oficial podía contradecir: que todo poder, por absoluto que parezca, tiene fecha de caducidad.
Y que a veces, la historia avanza no por grandes discursos o batallas épicas, sino por el simple, terco, irreductible fluir de la orina a través de una próstata inflamada.
El hombre que volvió a montar a caballo no era el mismo que había caído enfermo. Había visto el abismo y había entendido que su cuerpo, como su poder, era finito.
A partir de entonces, gobernó con una mezcla de ferocidad renovada y desprecio fatalista. Sabía que cada día podría ser el último, y esa certeza lo hizo más peligroso que nunca. Los que esperaban clemencia encontraron furia. Los que esperaban debilidad encontraron una determinación feroz, casi suicida.
Pero el país ya había visto detrás de la cortina. Había contemplado la fragilidad del mago, y por eso el truco final nunca volvería a funcionar igual. La próstata inflamada del dictador había enseñado a Venezuela la lección más subversiva de todas: que los dioses también orinan, y a veces, ni siquiera eso pueden hacer.
La Crónica del Edecán
En medio de aquel teatro de sombras, un testigo inadvertido comenzó a escribir. El coronel Benjamín Velasco Ibarra, edecán de Gómez, sacó su libreta y anotó lo que nadie se atrevía a decir: «Hoy el General no pudo montar a caballo». «Hoy la orina salió con sangre». «Hoy los médicos se miraron en silencio». Su pluma registraba la decadencia con la precisión de un notario que certifica una muerte lenta.
Las anotaciones del coronel Velasco se convirtieron en el contraarchivo del régimen. Mientras los boletines oficiales hablaban de «leve indisposición» y «pronta recuperación», su libreta documentaba la verdad: el cuerpo del poder se descomponía día a día. Anotó las visitas furtivas de los posibles sucesores, las miradas de complicidad entre los ministros, el olor a medicamentos que impregnaba las habitaciones.
Una tarde, Velasco escribió: «El General preguntó por el clima. Dijo que tenía frío. En Maracay, a 30 grados a la sombra». Esa frase, aparentemente inocente, era quizás la más reveladora de todas. El frío que sentía Gómez no era el de la habitación, sino el de la muerte que se acercaba.