La Larga Noche del Gomecismo
Cuando lees las «Cinco Águilas Blancas» te queda la sensación de haber sido mordido por una serpiente, de haber tocado una verdad tan fría y tan nítida que parece imposible que haya existido sin haber sido vista antes. La obra de Humberto Tejera, pertenece a esa categoría, y no es difícil entender por qué. En sus páginas se dibuja, con la precisión de un fotógrafo y la agudeza de un historiador, la ruindad sin piedad de uno de los períodos más oscuros de la historia reciente de Venezuela: el gomecismo.
Las historias que Tejera nos deja no son largas ni elaboradas. Son fragmentos, estampas de un dolor casi inhumano, montadas como un mural hecho de recortes, como una memoria que se rehúsa a ser olvidada. En esas historias, la violencia no es algo lejano ni abstracto. Es cercana, tangible, como la sombra que se cuela por debajo de las puertas cuando llega la noche. Son relatos breves, pero tan llenos de la crueldad de la época que se clavan en el alma del lector con la misma urgencia que las agujas de un reloj contando la angustia de los años del régimen.
La pluma de Tejera se mueve con una destreza única, describiendo esos momentos como si, al escribirlos, también estuviera exorcizando los fantasmas de su propio país. Cada historia es un testimonio no solo del horror, sino también de la resistencia. Hay una constante en las voces que emergen de «Cinco Águilas Blancas»: la resistencia silenciosa de aquellos que, incluso bajo el yugo más feroz, no se rindieron. Quizá por eso, cuando lees, tienes la sensación de que el peso de la historia recae sobre tus hombros, como un peso invisible pero constante, como si de alguna manera todos fuéramos responsables de ese largo y doloroso silencio que acompañó al gomecismo.
Lo que sobresale, sin embargo, es la forma en que Tejera no juzga, no predica, no se sube al pedestal de la moralidad fácil. La crónica no es un sermón, sino un espejo. Y, como todo buen espejo, no te ofrece respuestas, solo te devuelve la imagen de tu propio rostro, aunque este esté roto y desfigurado por la memoria. La violencia de la dictadura no solo la sufren los cuerpos, sino también las almas, las conciencias, los sueños. A lo largo de las páginas de la obra, el autor hace que el lector se enfrente a esa dolorosa verdad: el gomecismo no fue solo una época, sino una marca que aún persiste en los pliegues invisibles de la sociedad.
La forma en que Tejera construye ese fresco es también notable. No busca construir una narrativa lineal, aunque es año tras año, sino una estructura que, como la historia misma, es discontinua, hecha de recuerdos que se cruzan y se superponen. Hay un ritmo caótico en su escritura, como el ritmo mismo de las injusticias y las represiones del régimen, una cadencia entrecortada que nunca deja al lector en paz. Sin embargo, esa disonancia tiene un poder insospechado, porque te obliga a recordar lo que tal vez quisieras olvidar. Es como si, al final, la obra de Tejera fuera también una condena, una sentencia que, al ser leída, exige que enfrentemos ese pasado sombrío con la misma intensidad con que lo vivieron aquellos que lo padecieron.
El título, «Cinco Águilas Blancas», no es casualidad. Las águilas son un símbolo de poder, de dominación, pero en el contexto de la obra, su blancura parece ser una ironía amarga. Porque, aunque el régimen de Gómez se presentaba como un ente fuerte y absoluto, al final sus víctimas nunca fueron las que se ensuciaron con la violencia, sino que fueron ellas las que permanecieron blancas, puras, a pesar de la suciedad que intentaba arrastrarlas. Son las víctimas, entonces, quienes emergen como las verdaderas águilas blancas de la historia: aunque aplastadas, nunca rotas.
En cada uno de los relatos de «Cinco Águilas Blancas», la sombra del gomecismo no es solo un recuerdo lejano, sino una herida abierta que sigue sangrando. La obra de Tejera no es solo un libro de historia; es un grito callado, una llamada a no olvidar, a no dejar que el pasado se disuelva en las aguas del olvido. Porque, como bien nos recuerda el autor, la larga noche de terror del gomecismo no terminó con su caída, sino que se quedó atrapada, en una forma u otra, en la memoria de todos aquellos que aún sobreviven en el país.
Quizá, al final, el mayor mérito de «Cinco Águilas Blancas» sea ese: que, al leerlo, uno no puede evitar pensar que aún estamos, de muchas maneras, en esa misma noche.
La Muerte Silenciada
En 1924, el doctor Luis Razetti, «uno de los pocos sabios que en Venezuela han sido —relata Tejera—», publica sus experiencias y observaciones profesionales, demostrando que Caracas es la ciudad «con mayor mortalidad infantil en el mundo entero». Y uno se pregunta, al leerlo, cómo es posible que una verdad tan brutal, tan devastadora, haya caído en el olvido de manera tan casi inmediata. Porque, aunque la verdad de Razetti era incuestionable, la realidad de la época estaba hecha de sombras y silencios que no podían, ni querían, escuchar.
Razetti, un hombre de ciencia, un hombre de visión, tenía el don de la claridad, pero la sociedad caraqueña de principios del siglo XX no estaba dispuesta a aceptar esas verdades incómodas. En esos años, la capital de la República, como todas las ciudades nacidas en las entrañas de un país sin estructura ni organización, era un campo minado de pobreza, insalubridad, y una desigualdad social que solo se hacía más palpable cuando se observaba el futuro de los más vulnerables: los niños.
En Caracas, las tasas de mortalidad infantil eran espeluznantes. No solo por la miseria de las clases bajas, sino por la corrupción, la ineficiencia del Estado, y la falta de responsabilidad de quienes debían velar por el bienestar de la población. Razetti no solo denuncia una realidad; la retrata con precisión de cirujano. Su diagnóstico no era solo médico, sino también político y social. Hablaba de la peste de la indolencia, de un gobierno que no quería ver, de una sociedad que prefería mirar hacia otro lado, como si la muerte prematura de miles de niños fuera una cuestión ajena, que no les concerniera, un mal de otros.
Y lo más angustiante de todo, lo que da vértigo al leerlo hoy, es que no fue una sorpresa para nadie. Los niños morían, sí, pero no se tomaban medidas reales para evitarlo. La gente moría, las madres perdían a sus hijos, pero el régimen de Gómez, que ya estaba en el poder, no estaba dispuesto a sacrificar ni un ápice de su autoritarismo para corregir lo que Razetti describía como una calamidad. La vida humana era un bien de tan bajo valor, que la muerte de cientos de niños no era un hecho que alterara ni la agenda política ni la diaria. Caracas era un lugar donde la política se jugaba con sangre ajena.
Razetti lo sabía. Alguien podría decir que su denuncia era inútil, que en una nación donde la dictadura se mantenía con una mano de hierro, el sufrimiento de los más débiles pasaba desapercibido. Pero es precisamente esa desolación lo que le da a su escritura un peso imbatible. Razetti no estaba solo hablando de enfermedades contagiosas ni de malnutrición, sino de la epidemia más perniciosa de todas: la indiferencia. La indiferencia ante el sufrimiento humano, la indiferencia de un Estado que se enriquecía mientras su gente moría, la indiferencia de una Caracas que prefería no mirar el rostro de esos niños muertos en las cunas, esos cuerpos diminutos que se apilaban sin que nadie pareciera inquietarse por ello.
Lo que resulta inquietante, al leer a Razetti, es la profunda vigencia de su denuncia. Porque esa indiferencia, esa brutal insensibilidad, no ha desaparecido de la vida venezolana, sigue entronizada. El país sigue estando marcado por una estructura de poder que se construye sobre las espaldas de los más vulnerables. Y la mortandad infantil, en 1924 o en 2025, sigue siendo un síntoma de un mal mucho mayor. El abandono de la infancia, la pobreza estructural, la desigualdad que se perpetúa como una enfermedad crónica de la sociedad, son las mismas heridas abiertas que Razetti retrataba con dolorosa lucidez.
Lo que le impresiona de su obra no es solo el informe científico, sino la humanidad que trasluce entre cada palabra. Es un acto de valentía, de resistencia. Razetti no solo quería alertar sobre las condiciones sanitarias, quería que la sociedad venezolana tomara conciencia de su propia decadencia moral. Porque no se puede hablar de salud sin hablar de justicia, no se puede hablar de bienestar sin hablar de equidad. Y esa verdad, que en 1924 sonaba a sentencia irrefutable, sigue resonando en el presente con la misma fuerza, como un eco de una historia que no hemos aprendido a corregir.
Quizá la historia de Razetti sea, en el fondo, la historia de todos los hombres y mujeres que, a lo largo de nuestra historia, han hablado a las sombras de un poder que no escucha. Los hombres sabios, como Razetti, nunca tienen la voz de los poderosos, y sin embargo, son ellos quienes dejan la huella más profunda en el alma de un país. Porque son ellos los que se niegan a vivir en el olvido, a ser parte de una amnesia colectiva que solo beneficia a aquellos que prefieren que todo siga igual.
La Malla de Lentejuelas
Los «incensadores» profesionales del gomecismo, como los llamaba con una dosis de desdén el mismo doctor Tejera, ven en sus denuncias un ataque al sistema, una herejía que no solo cuestiona la ciencia oficial, sino que pone en entredicho el discurso homogéneo y siempre revestido de pompa con el que el régimen se cubría. Para los servidores del poder, decir la verdad en voz alta era el pecado más grande que uno podía cometer, y en este caso, la verdad de Razetti era como una daga que atravesaba la malla de lentejuelas del panglosismo oficial: la mentira de un país que, según los incondicionales del gomecismo, vivía en el paraíso terrenal bajo la protección del caudillo.
El doctor, con su elegante precisión científica, no solo estaba en juego como hombre de ciencia, sino como una de las pocas figuras dispuestas a desafiar la narrativa oficial, esa burda construcción que presentaba a Venezuela como la joya de América Latina, un país sin igual, bendecido por Dios y gobernado con mano firme pero justa. En ese mundo edificado sobre la mentira, donde los informes de progreso se decoraban con estadísticas infladas y cifras amañadas, hablar de la pobreza, de la miseria y de la muerte prematura de los niños no solo era incómodo, sino peligrosísimo. De hecho, el propio Razetti corría el riesgo de ir a dar a «La Rotunda», esa prisión temida y temida aún más por aquellos que osaban perturbar el sueño tranquilo del poder.
«La Rotunda», esa cárcel infame a las afueras de Caracas, se alzaba como una amenaza latente para cualquier voz disidente. «Los morabitos del cesarismo democrático», como se hacía llamar el régimen, sabían bien cómo silenciar a los molestos. No era cuestión de razón o de debate, sino de una pura cuestión de fuerza. «No hay pueblo más próspero, feliz, ilustre y privilegiado, que la Venezuela de Gómez», repetían como un mantra los secuaces del dictador, repitiendo casi con fervor religioso ese versículo que, al final, solo buscaba mantener la fachada resplandeciente del poder.
Ahí estaba el gran crimen de Razetti: romper esa malla de lentejuelas. Explicar que la prosperidad no era más que un espejismo, una máscara brillante que cubría una realidad mucho más amarga, más insostenible. Porque no hay nada más peligroso para un régimen dictatorial que la verdad. Y, cuando esa verdad está respaldada por la ciencia, el daño se vuelve casi irreversible. Por eso, los defensores de la «verdad oficial» no dudaron en señalarlo como enemigo del pueblo, como un traidor a la causa nacional. En su corazón, como siempre en los regímenes autoritarios, la verdad era lo que el poder decía que era, y todo lo que saliera de esa línea debía ser erradicado.
El conflicto no era solo intelectual, sino político y moral. Decir la verdad en ese contexto era un acto de rebelión. No solo de los hechos, sino de las ideas que alimentaban el régimen. Y Razetti lo sabía. Sabía que su denuncia era un acto de valentía que podría costarle mucho más que un simple desprestigio. De alguna manera, había decidido subirse a la cuerda floja de la historia, y todo en ese acto era tan profundamente humano que parecía imposible que pudiera haber sido comprendido en su época. El gomecismo no solo quería que los hombres y mujeres de Venezuela vivieran dentro de una mentira, sino que exigía que creyeran en ella con fervor religioso.
Pero Razetti no era un hombre que aceptara las mentiras, y su consciencia profesional y moral lo obligó a salir al mundo con las manos llenas de datos y observaciones, a gritar lo que tantos callaban. En ese grito resonó una verdad que nadie podía ignorar, ni el régimen ni los que lo servían, porque el conocimiento, como la luz, tiene la capacidad de traspasar las más densas tinieblas.
El problema era que, en un país como Venezuela, la verdad no solo era incómoda, sino subversiva. Razetti se convirtió entonces en un enemigo público, un hombre que no solo desnudaba la falsedad del régimen, sino que hacía evidente la corrupción moral que lo sostenía. Porque, en el fondo, lo que el doctor denunciaba no solo eran cifras sobre la mortalidad infantil, sino una estructura social y política que estaba dispuesta a sacrificar a su gente por mantener un discurso de prosperidad y gloria.
A la dictadura no le molestaban tanto los números, sino que el doctor Razetti, con su ciencia, con su honestidad, se atreviera a abrir un agujero en la perfecta fachada de felicidad que intentaban venderle al pueblo. Y por eso, la amenaza de La Rotunda no era solo un castigo físico, sino un recordatorio de que la libertad de pensamiento era el lujo más caro que podía permitirse en tiempos de dictadura.
Hoy, casi un siglo después, uno no puede dejar de pensar que el crisol de esa época, con sus verdades ocultas, sus mentiras construidas y sus sacrificios en nombre de la estabilidad, no ha sido tan distinto del presente. Quizá ya no hay una figura omnipotente como Gómez, pero la malla de lentejuelas sigue allí, brillante y opaca, tratando de cubrir las heridas profundas de un país que, como siempre, sigue luchando por encontrar una verdad que no se disuelva en el olvido.
La Imprenta y el Silencio
«Para evitar el rotundazo, la muerte -escribe Tejera-, el Dr. Razetti sale entre gallos y medianoche», como un hombre acosado por los perros del poder, con la única esperanza de escapar del horror que lo acechaba. Su expatriación a Panamá, que en aquel entonces debía parecerle más un exilio que una huida, se llevó a cabo en el silencio de la noche, bajo el manto protector de la oscuridad que ocultaba su rostro de médico y sabio, pero también de rebelde. Sabía que, si se quedaba, su destino estaba sellado: «La Rotunda» lo esperaba, como siempre esperaba a aquellos que, a costa de su vida, intentaban romper la malla de mentira en la que Gómez había aprisionado a Venezuela.
«Yo publico estos datos —apunta Tejera—, que recibo en carta desde Costa Rica, en un diario que dirijo aquí, en Tampico«, con la misma mezcla de angustia y furia que embarga a quien se enfrenta a la maquinaria del olvido. El relato de Razetti no es solo una crónica de un hombre que se ha visto obligado a huir; es la manifestación de lo que ocurre cuando la verdad es perseguida con la misma intensidad que un crimen. En este país, donde la mentira tiene tal poder, es imposible no sentir que la huida de Razetti no es solo un acto de supervivencia, sino una derrota de la decencia humana.
Y como si el fantasma de Gómez, ese espectro que no entendía de tiempo ni de distancia, aún acechara a los que se atrevían a hablar, se me presenta en Tampico «un mozalbete —narra Tejera-, joven y desafiante, diciéndose venezolano, gomecista y pariente del doctor Razetti». Llega con la furia de un hombre que no sabe pensar por sí mismo, que ha sido moldeado desde la cuna por la ideología de un tirano, y que, como tantos, no es capaz de distinguir entre la lealtad a una figura de poder y la lealtad a su propia dignidad.
Este joven, que parece salido de un retrato de la época, no solo protesta por la noticia de la huida de Razetti, sino que pretende agredirme, como si mi propia existencia, como si la existencia de la verdad misma, fuera una afrenta a la dictadura de su Jefe Único. En su rostro, veo el reflejo de aquellos que nunca se atrevieron a mirar más allá de la pantalla de mentiras que les ofrecía el régimen, aquellos que, como él, se han convertido en ciegos soldados de la mentira, dispuestos a usar la violencia como única respuesta a la disidencia. Pero antes de que pudiera decir una palabra, sin mediar más que la amenaza que colgaba en el aire, le pasé por las narices el rolo de la imprenta.
El gesto fue, por supuesto, simbólico, como todos los gestos de quienes, «como yo», se oponen al olvido. Le ofrecí la tinta de la verdad, no la violencia, pero con la certeza de que nada de lo que pudiera decir le alcanzaría. El mozalbete, que parecía más una sombra que un hombre, se fue profiriendo «las más atroces amenazas en nombre de su Jefe Único», el tirano Juan Vicente Gómez, como si las palabras pudieran amedrentarme, como si el eco de su odio tuviera el poder de borrar lo que ya estaba impreso. Yo no me asusté. El mozalbete se alejó, aún vociferando sus amenazas, pero las palabras que llevaba consigo no eran más que las cenizas de una era condenada a desaparecer.
Sin embargo, el episodio le dejó una inquietud que aún no lograba disipar. Ese joven no era un hombre, sino una marioneta, un triste reflejo de un país donde las ideas se venden como mercancía y el valor de la vida humana se mide por el tamaño de los silbidos del poder. En su furia no había convicción, solo una obediencia ciega, un respeto forzado por una figura de poder que lo había enseñado a temer la verdad tanto como temía a la libertad. Esos mozalbetes, con sus amenazas, no solo representan a la juventud perdida del país, sino a una generación condenada a vivir en la sombra del terror, en la prisión de un régimen que les enseñó a callar en lugar de pensar.
Al final, el acto fue una ironía amarga. El «rolo de la imprenta», el símbolo de la libertad de expresión, de la palabra escrita, fue lo único que enfrentó a ese joven, y al final, fue la única forma de callar la retórica vacía del poder. Pero en el fondo, lo que realmente le quedó claro a Tejera, lo que realmente le impresiona, es que la verdad, aún bajo la amenaza de la violencia, sigue teniendo una fuerza incontenible. Los que creen que el poder puede callar a la verdad, se equivocan siempre. Y cuando las sombras del gomecismo parecen alargarse nuevamente, es la palabra escrita la que ilumina el camino hacia el futuro.
La historia de Razetti, su huida, la amenaza de aquel mozalbete, no son anécdotas del pasado. Son señales de lo que ocurre cuando un pueblo es sometido a la mentira, cuando se le niega el derecho de mirar sus propias heridas. La huida del doctor, la violencia de la amenaza, la tinta de la imprenta que desafía la oscuridad, son todo parte de una historia que sigue siendo la misma, aunque en otro contexto, con otro tirano. La lucha contra la mentira, contra el olvido, contra el silencio, sigue siendo una lucha interminable.