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jueves 19 de junio 2025
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La mujer que inventó el brownie de marihuana para paliar los dolores de los primeros enfermos de sida

Mary Jane Rathbun junto a Dennis Peron otro activista por la legalización de la marihuana

 

Nadie imaginaba que una señora de baja estatura, cabello blanco desordenado, delantal de cocina y voz ronca cambiaría para siempre la historia de la medicina alternativa en Estados Unidos. Mary Jane Rathbun, más conocida como Brownie Mary, no llevaba pancartas ni megáfonos. su revolución cabía en una bandeja de brownies de chocolate.

Por infobae.com

Chicago, 1922. El invierno se hacía sentir en la ciudad en el momento del nacimiento de Mary Jane Rathbun. Su infancia transcurrió en un hogar marcado por la rigidez. Su madre, católica devota, la educó en estrictas escuelas religiosas donde la obediencia era norma y el pecado, moneda corriente. Allí, la niña usaba un riguroso uniforme y se pasaba horas en la iglesia del colegio. Hacía que rezaba, mientras sus pensamientos estaban en cualquier otro lado. Volaba, imaginaba, mientras miraba a Jesús en la cruz en el altar.

La infancia de Mary

Pero incluso de niña, Mary sentía que algo en ella se resistía. No toleraba la injusticia, ni los castigos, ni las reglas sin sentido. Así, le costó terminar el colegio en medio de las estrictas reglas religiosas de la época. Ya en la adolescencia, trabajaba como camarera en Minneapolis. Allí ofrecía una taza extra de café entre las mesas a clientes hoscos que miraban su cuerpo antes de negar con la cabeza. Mientras tanto, discutía con sus jefes por los derechos laborales. Intentaba que el resto de las camareras y los cocineros se sumaran al reclamo.

—La injusticia me hervía la sangre desde chica —diría muchos años más tarde.

Durante esos años de su juventud, se acercó a los movimientos sindicales. Marchaba, repartía volantes, exigía mejores salarios. La semilla de la rebelión ya germinaba.

San Francisco, su lugar en el mundo

A los treinta años, cansada de los inviernos interminables y de las mesas de cafetería, Mary tomó un tren rumbo a San Francisco. La ciudad, vibrante y caótica, se convertiría en su hogar y, más tarde, en su campo de batalla. Allí fue en busca de los veranos cálidos y de la mayor apertura mental de los habitantes de la costa oeste estadounidense.

Era la época en que los beatniks recitaban poesía en North Beach y los movimientos por los derechos civiles estallaban en cada esquina. Mary encajó como una pieza perfecta en ese rompecabezas de almas libres.

Se ganaba la vida como mesera en turnos nocturnos, siempre firme, siempre mordaz. Compartía su escaso tiempo libre entre su diminuto departamento en Castro Street y las calles donde el movimiento LGBTQ+ empezaba a construir su lugar en el mundo.

Allí, en los bares oscuros y las asambleas improvisadas, Mary se hizo parte activa de la comunidad gay. Amaba su energía, su valentía, su deseo de vivir plenamente. Con ellos reía, lloraba y luchaba.

Brownie Mary, el postre que se volvió símbolo de resistencia

Finales de los 70. Un virus comenzaba a propagarse en San Francisco. Primero fueron algunos casos, luego decenas de miles. Jóvenes fuertes que de pronto adelgazaban, enfermaban y morían. El VIH/SIDA aún no tenía nombre, pero su sombra ya se alargaba sobre toda la ciudad.

En los pasillos del Hospital General de San Francisco, Mary vio cuerpos consumidos, rostros marcados por el miedo y camas vacías que nadie reclamaba. Los enfermos eran estigmatizados, abandonados incluso por sus familias.

Con su horno como única arma, Mary decidió hacer lo que mejor sabía: hornear brownies cargados de marihuana para ayudar a calmar el dolor, abrir el apetito, devolver algo de dignidad a aquellos que todo lo habían perdido.

—¿Qué podía hacer? —diría después—. No podía quedarme mirando mientras se morían de hambre.

Cada brownie era una dosis de alivio. Cada visita al hospital era un acto de amor subversivo.

Sus brownies volaban de cama en cama. La noticia de la “abuela de los brownies mágicos” se esparció como pólvora.

—Cuando veíamos venir a Mary —contaba un paciente—, sabíamos que esa noche podríamos comer, dormir y soñar un poco.

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