¿Qué tienen en común Carlos Andrés Pérez, Álvaro Uribe Vélez y Jair Bolsonaro?
La respuesta fácil sería decir que todos fueron presidentes. Pero la verdad va mucho más allá. Lo que realmente los une es el peso de haber representado —cada uno en su contexto— una amenaza directa para el avance del proyecto continental de la izquierda organizada en América Latina.
El que no conoce la historia está condenado a repetirla, pero los laboratorios de la izquierda no solo la conocen: la estudian, la manipulan y la repiten con precisión quirúrgica para lograr su cometido en cualquier rincón del hemisferio.
En los años 90, la caída del segundo mandato del presidente Carlos Andrés Pérez marcó un punto de inflexión. Aquel intento de modernización económica para Venezuela, con una visión liberal que buscaba insertar al país en el mundo contemporáneo, fue boicoteado desde La Habana, justo cuando Cuba buscaba reconfigurar su influencia tras la caída del bloque soviético. Lo que siguió fue el caos institucional, la criminalización del poder civil y, finalmente, la puerta abierta al socialismo del siglo XXI.
Hoy, ese guion se repite.
La reciente condena a 12 años de prisión domiciliaria para Álvaro Uribe Vélez en Colombia y el arresto domiciliario de Jair Bolsonaro en Brasil no son hechos aislados ni meros accidentes judiciales. Son pasos fríamente calculados dentro de una estrategia más amplia: la eliminación política de quienes representan una visión opuesta a la hegemonía progresista continental.
Ambos casos reflejan una alarmante degradación institucional. En Colombia, la justicia parece haber tomado partido, bajo un gobierno cada vez más cercano a los postulados del socialismo internacional. En Brasil, el Poder Judicial, liderado por jueces politizados, se ha convertido en un actor de poder que criminaliza la disidencia, mientras el presidente Lula Da Silva, exconvicto por corrupción, es presentado como el salvador democrático.
¿Casualidad? No. Coordinación.
El Foro de São Paulo, esa organización nacida de la alianza entre la izquierda radical latinoamericana y el castrismo, ha logrado lo que muchos partidos tradicionales no han podido: la unificación ideológica de la izquierda en todo el continente, con una estrategia clara y financiada, dispuesta a usar todos los medios —incluidos los judiciales— para aniquilar a sus adversarios.
Lo hicieron con Carlos Andrés Pérez. Hoy lo repiten con Uribe y Bolsonaro. Y lo harán con cualquiera que se interponga en su camino.
La consecuencia inmediata es una erosión sin precedentes de la moral pública, del estado de derecho y de la confianza ciudadana en las instituciones. Lo estamos viendo: tanto Colombia como Brasil enfrentan una fuga silenciosa de talento, inversión y espíritu emprendedor. Las élites productivas se marchan, los jóvenes se desencantan, y las naciones se vacían de futuro.
Y cuando la institucionalidad civil fracasa, la historia nos enseña que el vacío lo llena el militarismo. Es un escenario que he venido visualizando desde hace más de una década. Las naciones agotadas moral y políticamente terminan recurriendo, como último recurso, a los uniformados. No como solución ideal, sino como reflejo del hartazgo y del colapso de los sistemas democráticos contaminados por la corrupción y la ideología.
A ello se suma la decadencia de organismos internacionales como la OEA, la ONU y la CPI. En lugar de ser defensores imparciales de la democracia y los derechos humanos, se han convertido en burocracias ideologizadas, funcionales al relato de la izquierda global. Hace años que abandonaron su misión fundacional.
No hay casualidades. Hay un proyecto. Y este proyecto, disfrazado de progresismo, es en realidad una maquinaria de poder que acalla, desmoraliza y elimina a todo aquel que represente una alternativa al orden establecido.
América Latina no está presenciando juicios. Está presenciando ejecuciones políticas públicas.
La historia está hablando fuerte y claro. Si no se escucha hoy, las consecuencias serán graves y duraderas.