
Michael Joseph Swango nació el 21 de octubre de 1954 en Tacoma, Washington, pero fue en Quincy, Illinois —una ciudad del interior de Estados Unidos, de parroquias católicas y calles ordenadas— donde aprendió a ocultar su oscuridad bajo una máscara de disciplina. Allí fue un niño ejemplar. Y también allí empezó la construcción de su doble vida.
Por infobae.com
El padre, Muriel Swango, era un veterano condecorado de la guerra de Vietnam. Al volver al país arrastraba una mezcla peligrosa de alcoholismo, episodios depresivos y un orgullo violento por lo vivido en el campo de batalla. “Solía contar historias sobre los combates… y especialmente sobre las muertes en las que había participado”, recordaría años después un testigo cercano. Ese discurso —crudo, impune, desprovisto de culpa— se convirtió en el telón de fondo de la infancia de Michael, el segundo de tres hermanos.
El paso de Swango por la Marina
Después del divorcio de sus padres, Michael optó por seguir los pasos del progenitor. A los 18 años, tras haberse graduado como abanderado en el Quincy Catholic Boys High School en 1972, se alistó en la Infantería de Marina. Nunca vio combate directo, pero absorbió con avidez cada doctrina del cuerpo militar. La autodisciplina se volvió una obsesión: flexiones, carrera matinal, control férreo de su cuerpo. También su mente se endureció. En esos años, algo comenzó a bifurcarse. detrás del perfeccionismo, crecía una fascinación sórdida por la muerte, los nazis y el Holocausto.
Cuando abandonó el uniforme para regresar a la vida civil, se inscribió en la Universidad de Quincy y obtuvo honores en química. En el laboratorio, Swango se destacaba por una meticulosa curiosidad por los venenos.
Los pasillos de la Facultad de Medicina de la Southern Illinois University no eran distintos a los de cualquier otra institución norteamericana de los años ochenta. Allí, entre libros de anatomía y rondas clínicas, comenzó a circular un apodo inquietante: “Double-O Swango”. El mote, inspirado en el agente 007, aludía a su supuesto permiso informal para matar. Era una broma. Pero también una advertencia.
Las conductas del doctor Swango
Michael Swango, recién llegado desde Quincy con honores en química, no tardó en destacar por su obsesiva ambición. Según relató un excompañero años después, tenía una “competitividad salvaje” y una “manera gélida de hablar con pacientes moribundos, preguntándoles sobre el dolor… como si estuviera tomando notas para una disección”. Durante sus turnos en hospitales universitarios, varios enfermos que se encontraban estables empeoraron repentinamente. Algunos murieron. Él siempre estaba cerca.
Lo más desconcertante no fue el número de decesos, sino la indiferencia institucional. Cuando Swango presentó un informe médico completamente fabricado sobre una paciente embarazada —un acto que en cualquier facultad implicaría la expulsión inmediata—, recibió apenas una advertencia.
Así, en 1983 se graduó sin sobresaltos. La hoja de evaluación final lo describía como un residente “problemático”, pero esa nota fue ignorada por los reclutadores del Ohio State University Medical Center, que le ofrecieron una residencia en neurocirugía. Fue el error que abriría la puerta al desastre.
En la entrevista de admisión, Swango se mostró amable, culto y servicial. Nunca hablaba demasiado, pero escuchaba con atención. Cuando hablaba de medicina, lo hacía con una pasión medida. Nunca levantaba sospechas.
El 14 de enero de 1984, una joven de 19 años ingresó en urgencias del Ohio State University Medical Center. Había sido atropellada mientras andaba en bicicleta. Se llamaba Cynthia Ann McGee y aún estaba consciente cuando los médicos comenzaron a atenderla. Durante la ronda nocturna, el residente Michael Swango se presentó en su habitación, revisó el gotero, inyectó algo y se marchó. Minutos después, su corazón se detuvo. La causa oficial fue una “insuficiencia cardíaca súbita”. Décadas después, el propio Swango confesaría que había sido él. Le administró una dosis letal de cloruro de potasio.
Las historias de sus víctimas
No fue un caso aislado. Apenas seis días después, Ricky DeLong, de 21 años, falleció en circunstancias extrañas tras una revisión médica encabezada también por Swango. La autopsia reveló un hallazgo escalofriante. Tenía una bola de gasa introducida en la garganta. Nadie supo explicar cómo había llegado allí.
Una semana más tarde, el 7 de febrero, una mujer anciana llamada Rena Cooper ingresó con un dolor lumbar leve. Le suministraron analgésicos. Al poco tiempo, sufrió una serie de convulsiones incontrolables. Una estudiante de enfermería, que había visto al residente salir apresuradamente de la habitación, intervino a tiempo y logró estabilizarla. Esa intervención fue crucial. Evitó una muerte más y dio lugar a una investigación interna.
El hospital —presionado por el personal de enfermería— abrió un expediente. Pero, al igual que en su etapa universitaria, los indicios no bastaron para una sanción. Swango no fue denunciado. Tampoco removido. La única consecuencia fue la cancelación de su residencia, motivada poco después por un episodio que ya no podía ser ignorado: el envenenamiento masivo de colegas.
Era una jornada intensa, y el joven médico apareció en la sala de descanso con un cubo de pollo frito. Varias piezas para compartir. Una cortesía. En minutos, cinco de sus compañeros comenzaron a experimentar vómitos, diarreas severas y, en algunos casos, desmayos. Todos presentaban signos compatibles con intoxicación por arsénico.
La carrera del “doctor arsénico”
Sin residencia y con un historial sospechoso, Swango regresó a Quincy, donde consiguió empleo como técnico de emergencias en el Servicio de Ambulancias del Condado de Adams. Fue entonces cuando repitió el patrón. Esta vez, con una caja de donas. Los paramédicos enfermaron violentamente. Sus colegas, hartos del miedo, decidieron tenderle una trampa. Dejaron una jarra de té helado sin azúcar en la sala. Tras su paso, el líquido sabía dulce. Lo analizaron. Arsénico. Otra vez.
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