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viernes 6 de junio 2025
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ActualidadJosé Trinidad Morán: el exiliado general venezolano que fue fusilado en el Perúpor Luis Alberto Perozo Padua

José Trinidad Morán: el exiliado general venezolano que fue fusilado en el Perú, por Luis Alberto Perozo Padua

 

En la bruma de la historia venezolana, pocos personajes encierran tanta gallardía, tragedia y olvido como el general larense José Trinidad Morán. Nacido en El Tocuyo en 1796, fue protagonista de las guerras de independencia, paladín republicano y mártir del exilio político, cuya vida terminó en el cadalso, pero cuya memoria aún se levanta entre placas, estatuas y silencios.

Aunque había echado raíces en el Perú —donde obtuvo la nacionalidad y gozó del aprecio como un ciudadano ilustre—, el espíritu combativo del venezolano José Trinidad Morán no tardó en reavivarse. En 1834, bajo las órdenes del general Domingo Nieto, fundó el regimiento “Libres de Arequipa” y se sumó a los vaivenes de la agitada política militar del país andino. 

Dos años más tarde, apoyó la causa de la Confederación Perú-Boliviana, aunque su líder, el general Andrés de Santa Cruz, terminaría derrotado. Morán, tras aquella campaña, regresó a Arequipa.

Pasaron los años y en 1854, cuando la Ciudad Blanca se alzó en armas bajo el liderazgo del mariscal Ramón Castilla contra el presidente José Rufino Echenique —acusado de corrupción y de traicionar los ideales republicanos—, Morán, ya con 58 años y un historial militar intacto, respondió al llamado del deber. 

Pero fue en aquellas decisivas conversaciones con el presidente Echenique donde prevaleció la voz de la razón y del deber. Morán, hombre forjado en la lealtad a sus principios y al orden constitucional que él mismo ayudó a edificar, no tardó en asumir su papel en la defensa de la república. Se alineó sin titubeos con el gobierno legítimo y, al frente de las tropas leales, marchó con determinación contra los alzados. La batalla se libró en el Alto del Conde, a veinte kilómetros de Moquegua, donde su coraje y liderazgo sellaron la victoria sobre los insurgentes.

“El general Morán se mantiene leal al orden constitucional que décadas atrás había ayudado a instaurar y asume la defensa de Arequipa de forma consecuente. Aunque para un sector de la ciudad su causa era impopular, su adhesión al presidente Echenique era coherente con su espíritu patriota”, señala el historiador Mario Arce Espinoza en El tiempo político de Ramón Castilla (UCSM, 2018).

Acompañado por el general Manuel Ignacio de Vivanco, Morán lanzó un asalto desesperado sobre Arequipa, decidido a quebrar la resistencia revolucionaria a fuerza de coraje y acero. Pero la ciudad, endurecida por la guerra y la voluntad de los insurrectos, resistió el embate. Vivanco cayó herido en medio del estruendo, sus tropas se desbandaron bajo el fuego cruzado, y Morán, tras quince horas de combate ininterrumpido, comprendió que la victoria ya no era posible. Con el honor intacto y el rostro curtido por la batalla, se entregó junto a los sobrevivientes al prefecto Francisco Llosa.

Días después, en el presidio donde aguardaba su destino, se presentó ante él Domingo Elías, caudillo civil de la revolución dirigida por el expresidente Ramón Castilla. No venía solo: lo acompañaban un escribano y un confesor. La sombra de la muerte ya rondaba a Morán, y la escena tenía algo de juicio final y de tragedia nacional, como si en aquel encuentro se condensaran todas las contradicciones de una patria que aún no lograba reconciliarse consigo misma.

Frente a su hora final

El 1 de diciembre de 1854, en la histórica Plaza de Armas de Arequipa, Perú, el reloj marcaba las horas de una ejecución sin juicio ni clemencia. Morán, veterano de mil combates, había sido condenado por apoyar las arbitrariedades del régimen del presidente José Rufino Echenique. 

Paseado como escarmiento por las calles adoquinadas de la ciudad, su cuerpo exhausto pero erguido desfiló frente al imponente Teatro Fénix, donde lo esperaban su esposa, sus hijas Fortunata y Rafaela, y sus suegros, que desde los balcones lloraban la tragedia inminente.

Cuando llegó la hora final, Morán rechazó el banquillo, los ojos vendados y cualquier gesto que le restara dignidad. Miró de frente a sus ejecutores y con voz firme pronunció su última orden:

“¡Muchachos, apunten… fuego!”

La descarga lo derribó, pero la ignominia no cesó. Lo arrastraron por las piedras. La turba, enceguecida por el fanatismo y el odio político, profanó su cadáver como si así pudiera borrar su legado. Una mujer se abrió paso entre la muchedumbre y, con el extremo de su sombrilla, hundió con saña los ojos del cadáver. 

Ningún sacerdote quiso velarlo, y las puertas de los templos le fueron cerradas al héroe vencido. Solo una esclava fiel —anónima en la historia, pero inmensa en la lealtad— lo cubrió con alfalfa, lo cargó en una mula y lo condujo en silencio hasta Yanahuara, donde le dio sepultura clandestina, lejos de los honores, pero no del respeto.

El tiempo, implacable pero también justo, acabaría por redimir su memoria. Sus mortajas fueron llevadas mucho después a la iglesia de Cayma, como primer gesto de reparación. Y décadas más tarde, sus restos fueron finalmente exhumados y repatriados a la tierra que lo vio nacer.

El 30 de noviembre de 1954 —exactamente cien años después de aquella muerte sin gloria, pero con orgullo—, José Trinidad Morán ingresó con honores al Panteón Nacional de Venezuela. Allí, entre los grandes de la patria, encontró al fin el lugar que la historia le había reservado.

Pero ¿quién fue este hombre valiente que enfrentó la muerte con los ojos abiertos?

De El Tocuyo al continente

Morán se formó en las campañas de la independencia suramericana. Luchó bajo el mando de Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, participó en Pichincha, Junín y Ayacucho, y fue parte de la consolidación republicana en Perú. Su temple militar le ganó respeto entre sus pares y miedo entre sus enemigos.

Establecido en Perú tras la caída de la Gran Colombia, abrazó causas liberales, fue senador, ministro y comandante de la División Auxiliar Venezolana. Pero su vocación política, enemiga del autoritarismo, le costó el destierro, la persecución y finalmente, la vida.

El legado invisible

La historia venezolana ha sido parca con la memoria de Morán. A diferencia de otros próceres, su figura no goza de culto popular, ni de lugares escolares que repitan su nombre. Sin embargo, su gesta permanece grabada en mármol en Arequipa, donde una calle y una estatua le rinden tributo. 

En Venezuela, fue solo en 1954 cuando se reconoció su valor con la inclusión en el Panteón Nacional.

Morán no murió derrotado: murió de pie, de cara al fusil, en nombre de una causa que cruzaba fronteras. Fue venezolano y americano; soldado y mártir; el último que dio la orden de su propia muerte.

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