A comienzos de 1884, en uno de esos momentos en que la historia parece concentrarse en una escena menor que, sin embargo, contiene en miniatura todo el drama de una época, el general Antonio Guzmán Blanco, autócrata ilustrado y actor central del fatigado escenario venezolano, formuló una pregunta cargada de ambigüedad a su entorno inmediato: ¿qué condiciones debía reunir su sucesor en la presidencia?
La interrogante no era una simple cortesía palaciega. Era, más bien, una señal cifrada dirigida a sus cortesanos —y también a sus rivales— de que el juego de la sucesión había comenzado. Entre los que lo rodeaban, Francisco González Guinán, historiador oficial y ministro de turno, no sólo había sido testigo de las intrigas del régimen, sino también un protagonista en la sorda pugna por el poder. En su respuesta, hay un destello revelador: “un hombre de espada y no de toga”, dijo, escudándose en la amenaza latente de conspiraciones, pero también susurrando con ello que el poder no debía entregarse a la retórica sino a la fuerza.
Los nombres de los aspirantes —además de González Guinán, el doctor Juan Pablo Rojas Paul, los generales José Antonio Velutini, Vicente Amengual, Jacinto Lara, Venancio Pulgar, y el joven y ya temido Joaquín Crespo— configuran un cuadro que recuerda, más que una república en marcha, un imperio en miniatura, donde cada general es un posible César y cada doctor, un Cicerón de circunstancias. En este ambiente enrarecido, Guzmán, siempre dueño del ritmo y del gesto, pareció romper su silencio con un acto que parecía deliberadamente simbólico: ofreció al doctor Rojas Paul un venado blanco —una criatura casi mitológica en su pureza, tal vez una alusión a su supuesta inocencia o inutilidad en los oficios del poder.
Pero pronto, un nuevo signo alteró el equilibrio: a Crespo, el general de presencia imponente, le fue entregado un bastón sólido, adornado, inequívocamente asociado al mando. Esta no era una alegoría, sino una declaración velada. Los cortesanos, confundidos, inquietos por su propia ceguera interpretativa, decidieron entonces acudir al Oráculo.
La escena que siguió —una audiencia con Guzmán Blanco— fue una pieza de teatro cuidadosamente dirigida por el propio caudillo. La incertidumbre reinaba, los murmullos eran tímidos, las preguntas se disolvían en el aire. Pero al despedirse, Guzmán ejecutó su desenlace con la precisión de un dramaturgo: saludó a cada uno de sus consejeros con la misma distante cortesía, hasta llegar a Crespo. Allí cambió el tono, el gesto se cargó de intención: lo estrechó entre sus brazos, y en voz alta habló de su “deuda de gratitud” por la conducta ejemplar del general en “horas difíciles para los guzmancistas”.
Con ese abrazo —ritual, político, irrevocable— la luz se hizo para los presentes. La sucesión estaba resuelta, aunque no declarada oficialmente. Crespo sería el elegido. Y así, una vez más, como tantas veces en la historia de los regímenes personalistas, no fue la Constitución, ni el voto, ni la voluntad popular lo que decidió el curso del poder, sino el cuerpo, la voz y el gesto del caudillo: el «Gran Elector», general Antonio Guzmán Blanco.
El Almuerzo de la Sucesión
Pese a los halagos, agasajos y regalos con que Antonio Guzmán Blanco había venido cultivando —como se riega una planta útil— a los miembros del Congreso Nacional y del Consejo Federal, aún consideraba necesario un último gesto. No era suficiente el cálculo de las lealtades ni la gratitud de los favorecidos: se imponía un recordatorio, una afirmación clara, aunque envuelta en el ropaje de la cortesía. Y para ello, convocó a los electores a un nuevo almuerzo en su residencia, situada apenas a una cuadra del Capitolio, llamada la «Adoración Perpetua», por sus opositores, como si quisiera que el poder —en su forma más tangible y personal— quedara al alcance de su voz.
Guzmán Blanco no tenía dudas: el nombre de Joaquín Crespo no sería olvidado. La escena, que Francisco González Guinán recuerda en su extensa y minuciosa «Historia Contemporánea de Venezuela», con precisión y cierto orgullo cínico, encapsula en sí misma la naturaleza de la política guzmancista, donde las formas republicanas eran conservadas, pero vaciadas de contenido, como un cascarón útil para legitimar la voluntad única del caudillo.
Horas antes de la elección presidencial, los miembros del Consejo Federal acudieron, en procesión obediente, al almuerzo ofrecido por Guzmán. El gesto ritual de “pedirle sus luces” al mandatario —una frase reveladora en su sumisión— no ocultaba el hecho de que todos sabían lo que se esperaba de ellos. Guzmán, con la estudiada humildad de quien no desea parecer demasiado autoritario mientras ejerce el más absoluto control, declaró no tener candidato. Pero añadió que, en atención a la confianza que sus interlocutores le dispensaban, se dignaría orientarlos.
Quizás —sugiere Guinán con una mezcla de ironía y admiración— el libreto ya había sido pactado de antemano con el presidente del Consejo, el doctor Narciso Ramírez, pues a la pregunta de Guzmán:
—¿Por quién votará el doctor Ramírez?
Este respondió, sin dudar:
—Por el señor general Joaquín Crespo.
Uno tras otro, los consejeros repitieron la consigna, como actores entrenados para una única línea de diálogo. Solo el general Raimundo Fonseca —figura menor pero significativa por su leve disidencia— se apartó del guion. Por motivos personales, no tenía buenas relaciones con el candidato, y respondió con un rodeo apenas decoroso:
—Ya le he dicho a usted que no tengo otro candidato que no sea el suyo.
Con esto, el ritual estaba completo. Guzmán, satisfecho y teatral, pronunció la sentencia final:
—Pues bien, como ustedes han tenido la galantería de venir a explorar mi opinión, yo les diré que voto por Crespo, y que incorporo a mi voto el del general Fonseca.
Así fue electo, con el barniz del consenso cupular y la fórmula republicana, el general Joaquín Crespo como presidente de los Estados Unidos de Venezuela. Pero, como en otros tantos episodios de la historia hispanoamericana, lo que se votaba no era un nombre, sino una continuidad de poder. Y Guzmán, con la misma elegancia cortesana con la que dictaba sentencias, sellaba un nuevo capítulo de su dominio personal sobre el país, haciendo del Consejo Federal no un cuerpo deliberante, sino un eco bien afinado.
Consentimiento y Comedia
Lo significativo no es sólo que Guzmán Blanco impusiera su voluntad —eso ya se había vuelto costumbre—, sino el modo en que la obediencia era revestida de consulta, el sometimiento disfrazado de diálogo. La república, en su arquitectura formal, seguía intacta: había electores, había Consejo Federal, había incluso deliberación. Pero el espíritu que animaba esas instituciones era otro: el del consentimiento forzado, la coreografía del poder.
Este episodio —uno más en la larga serie de proclamaciones guiadas por la voluntad del caudillo de turno— muestra hasta qué punto la política venezolana del siglo XIX se había convertido en un teatro en que todos conocían su papel, y nadie osaba improvisar. Guzmán no necesitaba recurrir a la violencia ni al fraude abierto: bastaba con sugerir, con permitir que sus subordinados “exploraran” su opinión, para que el mecanismo entero funcionara como una maquinaria perfectamente aceitada.
Y sin embargo, bajo la superficie de esta aparente armonía, latía una tensión más profunda. La figura de Joaquín Crespo, joven y militar, era más que una prolongación de Guzmán Blanco: era también una amenaza en ciernes, un poder que pronto tendría ambiciones propias. Lo que parecía una continuidad era, en realidad, el preludio de una nueva lucha por la hegemonía. En este gesto de transmisión del mando —entre el almuerzo cordial y el abrazo político— no se cerraba una etapa, sino que se sembraban las semillas de futuros conflictos.
El interés del historiador no está en la anécdota sino en lo que revela: en este caso, una cultura política donde el poder se legitima por el favor, donde las instituciones no median, sino encubren la decisión autocrática. La Venezuela de Guzmán Blanco no era una dictadura brutal, sino una forma refinada de absolutismo republicano, donde el gesto simbólico valía tanto como un decreto, y donde un almuerzo podía decidir el destino de una nación.
Tal vez lo más inquietante de todo sea que los participantes del Consejo Federal no parecían sometidos por la fuerza, sino guiados por una forma de dependencia moral —un consentimiento interiorizado, una fidelidad no sólo al hombre sino al orden que representaba. Como en tantas democracias fallidas, lo peligroso no era la ruptura de las formas, sino su conservación vacía, su uso como rituales que aseguraban la continuidad del poder personal bajo el velo del consenso.
Así, la escena final —Guzmán Blanco alzando su copa, sonriendo con la seguridad de quien ha manejado todos los hilos— no es un cierre, sino un bucle: un nuevo comienzo de lo mismo. Crespo asumirá el poder, pero bajo la sombra de quien lo eligió, y los mecanismos puestos en marcha ese día seguirán funcionando mientras el país conserve la memoria, y también la amnesia, de ese almuerzo fundacional. Al menos era lo que esperaba Guzmán Blanco.
El Heredero Perfecto
A simple vista, las candidaturas presidenciales de los doctores Francisco González Guinán y Juan Pablo Rojas Paul ofrecían a Guzmán Blanco una relativa tranquilidad. No sólo eran figuras cultivadas en el terreno seguro de la administración y el derecho, sino que, más importante aún, no despertaban el espectro de una reacción. En su moderación, en su cultura jurídica, Guzmán podía ver reflejada una continuidad sin sobresaltos, una perpetuación indirecta de su régimen, envuelta en los ropajes de la civilidad.
Y sin embargo, para un hombre que había moldeado a su antojo la política venezolana durante casi dos décadas, los signos de fatiga nacional —la erosión progresiva del culto, el desgaste de la obediencia— no podían ser ignorados. Guzmán, astuto hasta en su declive, comprendía que en política hay un momento en que hasta la apariencia de renuncia se vuelve necesaria para conservar el poder bajo otras formas.
Fue en ese contexto que volvió a resonar la advertencia de González Guinán, más lúcida de lo que quizá él mismo comprendía: que el nuevo custodio de la silla presidencial debía reunir tres cualidades raras, difíciles de combinar en un solo individuo y, por eso mismo, esenciales en tiempos inciertos —autoridad militar, prestigio popular y lealtad probada en momentos críticos. La fórmula era clara: no un sustituto funcional, sino un heredero legítimo en el orden simbólico del guzmancismo. No bastaba con obedecer; había que representar.
Dentro de ese reducido grupo de elegibles, uno solo parecía cumplir con los tres requisitos: el general Joaquín Crespo. No era un intelectual, ni un orador parlamentario, ni un notable de provincias. Era, en cambio, un militar hecho en la guerra, con el respaldo de los batallones y el reconocimiento de las masas rurales que aún veían en el uniforme la señal de la autoridad. Crespo no era una creación del aparato; era parte del aparato mismo, pero con vida propia, con biografía heroica y sin deuda personal hacia el caudillo.
Los otros posibles candidatos —los generales Amengual, Velutini y Jacinto Lara— quedaban por debajo de esa medida. Eran, en esencia, jefes locales: figuras de respetabilidad restringida, lealtades ambiguas y proyecciones limitadas. Habían acumulado méritos, sí, pero no mitología. Y en ese universo de símbolos y ritos políticos, el prestigio sin leyenda no bastaba.
En cuanto al general Pulgar, su caso era distinto. Su figura estaba envuelta en un relato que evocaba más a los caudillos del ciclo anterior que al orden que Guzmán pretendía consolidar. Era un aventurero, en el sentido más literal del término: imprevisible, libre de ataduras, y por ello mismo incompatible con la estabilidad. Pulgar era demasiado grande para ser subordinado y demasiado pequeño para heredar el poder sin riesgos.
Así, Crespo emergía como el único “amarillo” —término que en sí mismo ya remitía a un orden político-partidista con aires de dinastía— capaz de superar el examen que no era de ideas, sino de aptitudes simbólicas. Guzmán, con su fino instinto de conservación, entendió que el país no necesitaba una figura decorativa, sino un escudo visible, un cuerpo capaz de continuar el rito del mando sin alterar su esencia. No se trataba de ceder el poder, sino de prolongarlo con otra voz, otro gesto, otro uniforme.
En este tránsito, vemos una de las paradojas a subrayar: el arte del poder no consiste sólo en mandar, sino en elegir el momento exacto de delegar sin perder. Guzmán Blanco, más que un dictador en retiro, actuaba como un director de escena que selecciona al actor adecuado para el siguiente acto del drama nacional, sabiendo que, en política, como en el teatro, la permanencia muchas veces depende de una buena desaparición.
Crespo y la Sucesión del Poder Simbólico
Lo que se decidía en aquellos días no era simplemente una presidencia. Era algo más profundo: la forma que adoptaría la continuidad del guzmancismo en un país donde toda estructura institucional seguía siendo provisional, donde el Estado era aún, en gran medida, la proyección del carácter de quien lo dirigía. Guzmán Blanco, con toda su modernización superficial —ferrocarriles, bulevares, leyes civiles—, entendía que lo único verdaderamente duradero era la obediencia, y que ésta debía renovarse con cada generación a través de nuevos símbolos vivientes del poder.
Joaquín Crespo, por tanto, no era el sucesor más brillante ni el más versado. Pero era el más orgánico, el más congruente con lo que representaba la era guzmancista: la fusión de fuerza, lealtad y popularidad. Su nombre, incluso antes de ser escrito oficialmente, ya estaba inscrito en las expectativas del régimen. No se trataba de preparar una elección, sino de organizar una aclamación.
En este punto, hay que insistir en una observación fundamental: que el problema no residía tanto en los individuos como en la estructura simbólica del poder. Un sistema que depende de la presencia activa del jefe, que requiere que el gobernante —como Guzmán en sus almuerzos ceremoniales— bendiga con su cuerpo y su gesto cada decisión, es un sistema que no permite herederos sino reflejos. Y Crespo fue eso: un reflejo, un eco más joven y más dinámico del viejo patrón. Pero también, inevitablemente, un potencial rival.
Porque toda delegación de poder en un régimen personalista lleva en sí el germen de su disolución. Crespo, una vez investido con el voto cuidadosamente orquestado, no podría evitar descubrir su propia voz, su propio centro de gravitación. Y la sombra de Guzmán —que por entonces ya no era el joven reformista de antaño, sino una figura lejana, casi mítica desde su retiro en París— comenzaría a pesar como una nostalgia, como una carga que no todos querrían seguir portando.
Lo que parecía, pues, una operación magistral de continuidad contenía en sí misma la contradicción central del caudillismo ilustrado: que al tratar de garantizar la eternidad de su orden, termina siempre por provocar el nacimiento de otro. Y este otro —hijo y heredero, pero también rebelde— forja su propio camino, no sin antes intentar sacudirse, con mayor o menor violencia, la tutela del fundador.
Así terminó por resolverse la sucesión de Guzmán Blanco: no con un enfrentamiento, ni con un consenso genuino, sino con una representación cuidadosamente dirigida, un ensayo general del poder en que cada uno dijo lo que debía decir, y todos sabían lo que debía ocurrir. El país no eligió a Crespo: fue conducido a él, como a través de un decorado que simulaba la voluntad popular. Y sin embargo, en esa elección simulada estaba el germen de algo real, imprevisible, tal vez inevitable: la transformación lenta y contradictoria del poder personal en otra cosa, no necesariamente mejor, pero sí distinta.
Siempre atento a los puntos de ruptura bajo la superficie de la continuidad, hay que ver en ese momento una de esas grietas sutiles que sólo se comprenden con el tiempo: cuando el caudillo decide hablar por última vez, no para imponer, sino para sugerir. En ese gesto, en apariencia menor, comienza el largo proceso por el cual los hombres fuertes se convierten en mitos —y los mitos, lentamente, en estorbos.
Telmo Romero y la liturgia del crespismo
No deja de ser revelador que en la Venezuela del guzmancismo que se apaga, donde las aspiraciones modernistas aún brillaban como vitrales no instalados, el poder haya escogido para su rostro menos al jurista que al caudillo militar, al científico que al curandero, menos al doctor con latinismos que al taumaturgo con estampitas. La figura de Telmo Antonio Romero, médico de fe antes que de academia, irrumpe en la escena pública no por la vía de los exámenes, sino por la de los corredores; no por la razón, sino por el ritual. Se parece más a Crespo que a Guzmán Blanco.
El contraste entre Guzmán Blanco y su discípulo militar Joaquín Crespo resulta, en este sentido, más que estético: es un viraje cultural. Guzmán, quien había hecho del Capitolio y la Casa Amarilla sus templos del poder administrativo, supo preservar el ámbito doméstico como una reserva moral, casi sacralizada por la exclusión. En cambio, Crespo funde altar y cocina, liturgia y sobremesa. Su palacio de «Santa Inés» no solo es la sede del Ejecutivo, sino también la escenografía de la Venezuela que aún no ha roto del todo con la oralidad rural ni con la devoción supersticiosa. Allí, entre tertulias de tigres abatidos y jarras de café de pilón, se moldea una versión más táctil, más sensorial, del poder: una presidencia mestiza, y por ello mismo, permeable a lo mágico.
En este clima de informalidad sagrada, entra Telmo Romero, no como impostor, sino como producto necesario. Viene del Táchira, del margen del margen, y lo hace con dos objetos clave: una carta de presentación de un general —como quien lleva una indulgencia plenaria— y un librito titulado, en un gesto que solo puede calificarse de profético, «El Bien General». En cualquier república ilustrada eso sería anécdota; en la Venezuela de 1884, era una contraseña.
No es menor el detalle de que su ascenso no ocurra en un despacho, sino en un comedor, entre el aroma del sancocho y la bravuconería de los coroneles. Allí, cuando el general Nicolás Bello, Gobernador del Distrito Federal, pronuncia su nombre como si activara un sortilegio, el taumaturgo accede al favor presidencial con una naturalidad que hubiera sorprendido al propio Maquiavelo. La escena es casi litúrgica: el milagro no se promete, se decreta. En cuestión de horas, Romero es puesto al frente de dos instituciones liminares —el manicomio de Los Teques y el hospital de leprosos—, territorios donde la ciencia aún balbucea y la desesperación es fértil para lo sagrado.
Esto era algo más que una anécdota tropical. Era el síntoma de un Estado en busca de legitimidad en el terreno de lo emocional. Donde la medicina científica ofrece escepticismo, Telmo ofrece consuelo. Donde los médicos discuten métodos, Telmo entrega jarabes con nombre poético y promesas de redención. El régimen, sabedor de que el progreso no basta para gobernar, delega en el chamán la parte simbólica del poder: la de curar sin entender, de prometer sin probar.
Y al final, cuando el joven curandero escucha el decreto de su ascenso con un silencio más retórico que genuino, no se limita a agradecer. Se declara esclavo. No del Estado, no de la ley, sino del Presidente. Porque en ese gesto de servidumbre agradecida se condensa todo un imaginario político: la nación como casa grande, el gobernante como padre generoso, y la medicina como esperanza embotellada.
Esa es, quizás, la clave del crespismo: una teología del poder pragmático, donde los generales cazan tigres, los curanderos dirigen hospitales, y la razón ilustrada se disuelve, una vez más, en los pasillos de una república que aún no ha decidido si quiere modernizarse… o seguir creyendo.