“El comunismo es un cuento de hadas con 100 millones de muertos”.
Antonio Escohotado (1941-2021), excomunista, filósofo, jurista y escritor español.
Durante más de un siglo el comunismo soviético y sus colonias en el resto del mundo han pregonado un falso prestigio al aparentar sus bondades como movimiento político apegado a la justicia social y al respeto de los derechos humanos, en contraposición a una derecha malévola, antipopular, fascista y enemiga del progreso. En esa absurda topografía, los comunistas negaron siempre, por conveniencia, la existencia del centro político.
Este esquema maniqueo se debió fundamentalmente a dos factores. El primero fue el mito cultivado por sus eficientes propagandistas y múltiples vicarios repetidores en cada país: aquel que postulaba a la hoy extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) como una especie de paraíso terrenal, donde estaba naciendo “el hombre nuevo” y, por ende, “una sociedad justa e igualitaria”, mentira que continuó repitiendo la propaganda comunista durante varias décadas.
(Refiriéndose a esa entonces novel experiencia de principios del siglo pasado, un periodista estadounidense, Lincoln Steffens (1866-1936), ingenuo o cínico -vaya usted a saber-, pero obviamente comunista, al regresar de la naciente URSS exclamó que “había visto el futuro… y funciona!”, una bonita y mentirosa frase que setenta años después se derrumbaría como un castillo de naipes.)
Hubo, desde luego, algunos logros importantes en ese ensayo soviético: el más importante fue haberse convertido en una potencia militar en medio del hambre, la miseria, la escasez y la pésima calidad de vida que siempre azotaron a los soviéticos, así como el total desconocimiento de la libertad, los derechos humanos y la democracia. Pero, ciertamente, sus logros militares y armamentistas le permitieron a la Unión Soviética pactar con la Alemania nazi, su hermana melliza socialista, a finales de la década de los años treinta.
No obstante, una vez que los ejércitos del dictador Hitler invadieron a la URSS, su también dictador, José Stalin, la incorporó a las fuerzas aliadas comandadas por Estados Unidos e Inglaterra que finalmente derrotaron a las tropas alemanas del Tercer Reich. Esa decisión le permitió figurar a los soviéticos entre los vencedores de la segunda guerra mundial, deslastrarse de sus coincidencias con el nazifascismo derrotado y aparecer ante el mundo como una fuerza progresista, consiguiendo, además, enganchar a la izquierda mundial en esa engañifa. Así logró camuflarse como una potencia antifascista y desde entonces calificó a sus adversarios como nazis y fascistas, presumiendo de ser, desde luego, la izquierda “buenista y progresista”. La historia demostró que la Unión Soviética fue un absoluto fracaso en casi todos los órdenes. Fue sencillamente una dictadura más -y no precisamente del proletariado- desde el principio hasta el final.
En materia del supuesto prestigio del comunismo, no incluyo aquí a la “revolución china” de Mao Tse-tung, porque siempre fue un misterio, cultivado por ellos con suma perfección, pero detrás del cual supimos después que ocurrieron los peores desastres humanitarios de la historia, con una aguda pobreza generalizada, hambrunas insólitas y decenas millones de muertos por hambre e inanición. Sólo a finales del siglo pasado, cuando adoptaron el capitalismo como fórmula económica, que China comenzó a mejorar sus condiciones de vida, especialmente en sus centros urbanos más poblados y gracias a una multitudinaria inversión extranjera que buscaba mano de obra barata. Pero sigue siendo una dictadura comunista hasta hoy.
(Hubo otros experimentos criminales que el comunismo internacional ha intentado ocultar en función de su pretendido prestigio: Corea del Norte y Camboya, este último tal vez el más monstruoso de todos, bajo la dictadura de los “jemeres rojos”, conducida por el genocida Pol Pot a partir de 1975, quienes asesinaron millones de camboyanos -tal vez un tercio de la población de aquel país-, quemaron sus bibliotecas, cerraron universidades, abolieron la propiedad privada y establecieron una esclavitud de grandes proporciones. Fueron echados del poder en 1979, luego de la intervención armada de los vietnamitas.)
El segundo factor que sostuvo por cierto tiempo el “prestigio” del comunismo internacional fue el mito “épico y heroico” de la llamada “revolución cubana”, a comienzos de la década de los años sesenta. Sus propagandistas, entre quienes figuraron literatos y filósofos de fama mundial como Sartre, hicieron creer al mundo el mismo cuento que antes que ellos otros habían inventado sobre la Unión Soviética: en Cuba, a partir de 1959, estaba naciendo otra vez “el hombre nuevo y una sociedad justa y libre”. En realidad, había nacido otra dictadura comunista, la misma que se ha prolongado en el poder hasta la actualidad. Desde sus inicios, fue un régimen opresivo que asesinó a sus adversarios a través de fusilamientos masivos, liquidó la propiedad privada y convirtió a Cuba en un pueblo hambriento y pobre como nunca antes, tal vez.
Por si fuera poco, financiaron la insurrección armada en algunas regiones latinoamericanas, entre ellas Venezuela, y otras del continente africano. Todavía hoy, su influencia sigue siendo poderosa en países como el nuestro o como Nicaragua, además de las tendencias extremistas marxistas del llamado Grupo de Sao Paulo. Fue a partir de los años ochenta, una vez que aquella mentira no pudo sostenerse, cuando algunos intelectuales que la habían apoyado comenzaron a denunciar la dramática realidad, entre ellos Vargas Llosa.
Hoy en día, la verdad verdadera es que, como lo dijo en 2018 un ex militante suyo, ya fallecido, el español Antonio Escohotado en el epígrafe de este texto, “el comunismo es un cuento de hadas con 100 millones de muertos”.