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martes 17 de junio 2025
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Era enfermera y se ofrecía a cuidar bebés que luego mataba: la historia de Amelia Dyer, la mayor asesina en serie de Gran Bretaña

Amelia Elizabeth Dyer fue una de las asesinas seriales más brutales de la historia

 

En los expedientes de la Comisión de Prisiones del Reino Unido se puede encontrar uno caratulado con el nombre de Amelia Dyer en cuya última anotación, correspondiente al 10 de junio de 1896, es posible leer: “Debido a su peso y la suavidad de las texturas, se le aplicó una caída bastante corta. Resultó ser suficiente”. Así, con esas pocas palabras, quedó registrada para siempre la ejecución en la horca de la cárcel de Newgate de esa enfermera de 59 años cuyo pequeño físico contrastaba con la enorme magnitud de sus crímenes. Los que la convirtieron en la mayor asesina en serie de Gran Bretaña con un récord de alrededor de trescientas muertes, cincuenta más que las atribuidas a quien la escolta en ese ranking, el médico Harold Shipman. Con una diferencia que es aún más atroz: mientras Shipman se dedicaba a envenenar a mujeres ancianas, la enfermera Dyer mató niños recién nacidos durante un período de treinta años dejándolos morir de hambre o asfixiándolos, con el único objetivo de hacer dinero.

Por infobae.com

Cuando fueron descubiertos, los crímenes de “la Ogresa de Reading” no solo horrorizaron a la sociedad de la Inglaterra victoriana sino que pusieron en cuestión de manera brutal la legislación de la época que marcaba el destino de los “hijos ilegítimos” o, como se los llamaba, “bastardos”. La ley buscaba disuadir el nacimiento de hijos extramatrimoniales mediante la eliminación de toda obligación financiera de sus padres hacia ellos, pero en la práctica lo que hacía era poner a las madres solteras en una situación imposible y a sus hijos en una total indefensión. Obligadas a dejar sus trabajos y sin ningún tipo de asistencia social, a esas madres se les presentaban tres alternativas: podían prostituirse, dejarse morir de hambre o deshacerse de algún modo de sus bebés.

La ley y el negocio

La Ley de Enmienda de la Ley de Pobres —como se la llamó—, sancionada en 1834, también abrió las puertas de un negocio siniestro que variaba según la condición social de las madres o de la disposición de los padres a pagar para solucionar el problema. Una de las “salidas” fue un emprendimiento conocido como cría de bebés, a cargo de personas que actuaban como agentes de adopción o de crianza a cambio de pagos regulares o de una tarifa única que debía abonarse por adelantado. Una vez nacidos, las madres dejaban en sus manos a sus bebés no deseados para que fueran criados por “madres nodrizas” o entregados a otras personas, en general matrimonios sin hijos.

La ganancia que daba el negocio variaba según la clase social o las posibilidades económicas de los padres que querían deshacerse de sus hijos ilegítimos. Así, si un bebé tenía padres adinerados que deseaban mantener el nacimiento en secreto, la tarifa única podía ascender a ochenta libras esterlinas pero, en la mayoría de los casos, las jóvenes madres eran pobres y habían sido abandonadas a su suerte por los hombres con quienes habían engendrado al niño, o ni siquiera sabían quiénes eran los padres. Entonces debían reunir de cualquier manera la cifra de cinco libras para que les recibieran el recién nacido.

Era un secreto a voces que muchas veces el destino de esos bebés era la muerte, porque no era extraño encontrar cadáveres de neonatos en las calles de las ciudades británicas, un fenómeno que hoy sería un titular conmocionante en los medios pero que por entonces estaba tan naturalizado que ni siquiera era noticia. Aún así, cuando se conoció la magnitud de los crímenes de Amelia Dyer y la impunidad con la que los había perpetrado durante tres décadas, utilizando distintos seudónimos, estalló como una bomba que hizo temblar los cimientos de la sociedad victoriana. Ese impacto abrió el camino para que se dictaran leyes más estrictas para la adopción y la protección infantil, y ayudó a elevar el perfil de la incipiente Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad contra los Niños de Gran Bretaña.

La muerte como compañera

Amelia Elizabeth Hobley —luego Dyer— nació en el año 1836 en Pile Mars, un pequeño pueblo al este de Bristol. Era la menor de cinco hermanos a los que Samuel Hobley, un zapatero, y su mujer, Sarah, pudieron mantener a duras penas. La muerte fue una presencia en su vida desde la infancia. Su madre enfermó de tifus cuando ella tenía diez años y vio como su vida se iba apagando lentamente. Sarah tenía erupciones en la piel, constantes episodios de fiebre alta, dolores de cabeza y, lo peor de todo, violentos delirios que espantaban a sus hijos. La de su madre no fue la única muerte que Amelia debió enfrentar: también perdió a dos hermanas, una a los diez años y la otra cuando apenas había cumplido diez meses.

Poco después de cumplir 24 se casó con George Thomas, un hombre 25 años mayor que ella. Cuando se unieron en matrimonio los dos mintieron sobre sus edades en el certificado. George se restó once años y Amelia se añadió seis para que no se notara tanto la diferencia. Una vez casada, su situación económica mejoró y, aprovechando la experiencia que tenía por haber cuidado a los enfermos de su familia, se formó como enfermera y comenzó a trabajar con la partera Ellen Dane.

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