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miércoles 18 de junio 2025
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El terrible caso del hombre enamorado que vivió siete años con el cadáver de una mujer: cómo hizo para preservar el cuerpo

Carl Tanzler convivió 7 años con el cadáver de Elena de Hoyos

 

Key West, 1933. La brisa marina del estrecho de Florida no alcanzaba a disipar el olor que se colaba por la ventana de la casa número 1211 de Flagler Avenue. Adentro, una figura encorvada se movía con cuidado entre frascos, vendas y perfumes rancios. Sobre la cama, en posición horizontal, descansaba lo que quedaba del cuerpo de María Elena Milagro de Hoyos. Era su cadáver, y sin embargo —para Carl Tanzler— seguía siendo su esposa.

Por infobae.com

Siete años después, los agentes que irrumpieron no estaban preparados para lo que encontraron. La joven, muerta hacía casi una década, yacía vestida con un vestido de seda, labios repintados, sus brazos y piernas reforzados con alambres. Su piel había sido reemplazada por una mezcla de cera y trapos.

El hombre “enamorado” de un cádaver

Carl Tanzler —alemán, radiólogo, autoproclamado “conde”— no se defendió. Tampoco negó nada. Explicó que su único deseo era revivirla. Que la amaba. Que la escuchaba por las noches susurrándole desde el mausoleo. Que por eso se la había llevado.

Lo había conocido en 1930 en el hospital de Key West, donde trabajaba como técnico en radiología. Ella tenía 20 años y la belleza frágil de quien apenas puede respirar. Se llamaba Elena de Hoyos, hija de inmigrantes cubanos, casada aún legalmente con un hombre que ya la había abandonado. Sufría tuberculosis, enfermedad terminal en ese momento. Tanzler tenía 53, esposa e hijas en Zephyrhills, pero juraba que Elena era la mujer de sus visiones de infancia. La que una condesa muerta le había prometido desde los sueños.

Durante 18 meses intentó curarla sin éxito. Le llevó radiografías a domicilio, le hizo regalos, le cantó canciones. Nunca obtuvo de ella más que silencio. El 25 de octubre de 1931, Elena murió. Tanzler pagó su entierro. Y le construyó un mausoleo, al que visitaba cada noche. Dos años después, se la llevó en secreto.

Desde ese momento, Tanzler durmió durante siete años con un cadáver modificado. La ciencia forense aún no ha logrado explicar por completo qué clase de pulsión empujó a este hombre hacia la muerte.

El robo del cuerpo de Elena

En Key West, Carl Tanzler organizaba su rutina. Daba largos paseos por el cementerio cada noche, hasta que un día cruzó la línea: entró al mausoleo, retiró el cadáver de Elena y lo llevó a su casa en un carrito de juguete. Desde ese momento se obsesionó en buscar formas de frenar el avance de la putrefacción.

Lo primero fue reconstruir la estructura física. Sujetó los huesos sueltos con alambre, un material maleable pero firme. Las cavidades que se habían desmoronado fueron rellenadas con trapos viejos, algodón y yeso. La piel en descomposición fue reemplazada por una tela de seda empapada en cera y formaldehído. Tanzler creó una nueva epidermis, que retocaba cada semana.

Le colocó una peluca hecha con el pelo verdadero de Elena, que su madre había conservado tras el entierro. Se la habían entregado como recuerdo. Tanzler se la había pedido “para un homenaje”. Nunca imaginaron para qué la usaría.

Los ojos, ya ausentes, fueron sustituidos por esferas de vidrio. La boca, desfigurada, fue reconstruida con cera cosmética. Tanzler se encargaba de pintarle los labios y mejillas. Cada noche, antes de dormir, rociaba el cuerpo con perfumes fuertes y desinfectantes, intentando disimular el olor a muerte que volvía a salir, aunque fuera con el calor del cuerpo junto al suyo.

La vestía con ropa nueva, comprada especialmente, y a veces con los mismos vestidos que le había regalado en vida. Le ponía guantes para cubrir los dedos ya corroídos. A su alrededor, en la habitación, diseminó frascos con formol, bolsas de alcanfor, recipientes con antisépticos. El aire era denso. Imposible no percibirlo.

El lecho que compartían tenía sábanas de lino blanco. Tanzler dormía abrazado a ella, convencido de que algún día despertaría.

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