
Thomas Crooks actuaba de forma extraña. A veces bailaba en su dormitorio hasta altas horas de la noche. Otras veces hablaba solo mientras agitaba las manos.
Estos comportamientos inusuales se intensificaron en el verano pasado, después de graduarse con altos honores en un instituto comunitario. También visitó un campo de tiro, se dejó crecer el fino pelo castaño y buscó en internet “trastorno depresivo mayor” y “crisis de depresión”. Su padre notó el cambio: los problemas de salud mental eran cosa de familia.
La tarde del 13 de julio, Crooks dijo a sus padres que se dirigía al campo de tiro y salió de casa con un rifle. Horas después, se subió a un tejado en un mitin de la campaña presidencial en el oeste de Pensilvania y trató de asesinar a Donald Trump.
Esa escena ha quedado grabada en la historia de Estados Unidos. Después de que una bala rozara la oreja de Trump, este levantó el rostro ensangrentado, golpeó el aire con el puño y gritó las palabras: “¡Lucha! ¡Lucha! Lucha!”. Trump ha dicho que Dios lo salvó para salvar a Estados Unidos, y la Casa Blanca inauguró recientemente una estatua en el Despacho Oval conmemorando el momento.
La agresión reveló alarmantes fallas de seguridad que permitieron a un tirador aficionado, que apenas salía de la adolescencia, disparar contra un expresidente a menos de 150 metros de distancia. Y galvanizó el apoyo de Trump, inspirando a los votantes que lo veían como un héroe de rectitud moral que triunfaba frente a las campañas de desprestigio, las implacables persecuciones e incluso un atentado contra su vida.
Ahora, casi un año después, mientras Trump está en su segundo mandato presidencial, gran parte del mundo se ha olvidado del joven de 20 años que se propuso asesinarlo. Crooks —que también mató a un transeúnte e hirió a otros dos antes de ser abatido por el Servicio Secreto— se había mantenido al margen y parecía dejar poco tras de sí. Su móvil era un misterio, y sigue siendo fuente de muchas teorías conspirativas.
Un análisis de The New York Times de los últimos años de la vida del joven reveló que sufrió una transformación gradual y en gran medida oculta, pasando de ser un dócil estudiante de ingeniería que criticaba la polarización política a un atacante disciplinado que trataba de fabricar bombas. Durante meses operó en secreto, utilizando alias y redes encriptadas, mientras mostraba indicios de una enfermedad mental que pudo haber hecho que su mente se deshilvanara hasta un punto del que no se había informado anteriormente.
Este reportaje ofrece la imagen más completa hasta ahora de la vida de Crooks. Aunque todavía se desconocen muchos aspectos de sus antecedentes y de su salud mental, el trabajo del Times se basa en miles de páginas de sus tareas escolares, correos electrónicos y registros de su actividad en internet, así como en mensajes de texto, informes del gobierno y entrevistas con decenas de personas que lo conocían o estaban familiarizadas con su caso.
Crooks siguió su oscuro camino aparentemente sin que sus allegados se percataran de ello. Almacenaba material explosivo en la pequeña casa que compartía con sus padres en Bethel Park, Pensilvania. Cuando su cara apareció en las noticias, sus compañeros no podían creerlo. Los investigadores encontraron más tarde una bomba casera en su dormitorio, no lejos de donde dormían sus padres.
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