
En la avenida Doremus el mundo luce de metal, tan industrial y herrumbroso que da miedo. Sobre la carretera se extiende el cielo gris de Newark, en el condado de Essex, Nueva Jersey, surcado a cada rato por aviones que en minutos llegan al Aeropuerto Internacional Newark Liberty, el único lugar del Estado que llegan a conocer los turistas, que cogen sus maletas y aterrizan por su cuenta en Manhattan. Todo esto tiene sentido en el cálculo geográfico de los políticos y los inversores: si en unos meses se inaugura en la avenida Doremus el primer centro de detención para migrantes de la era Trump, el aeropuerto para trasladar a los futuros deportados les quedará a menos de tres kilómetros, 15 minutos en bus, un paseo, un salto.