En momentos de transición política, cuando una administración cede el poder a otra, se pone a prueba la fortaleza de las instituciones democráticas. Es en ese período crítico donde se revela si una nación posee el alma y discernimiento para preservar el delicado equilibrio que sostiene el sistema, el cual descansa en la separación e independencia de los poderes del Estado.
Una transición no es un simple cambio de gobierno; es un instante constitucional que requiere la más escrupulosa vigilancia sobre los mecanismos que certifican, ningún poder se sobreponga a los demás. La historia enseña que la democracia no muere por golpes espectaculares, sino por la erosión gradual de los contrapesos institucionales.
Quien se despide tiene la responsabilidad ética, moral e institucional de facilitar un traspaso ordenado, respetando las prerrogativas del Poder Legislativo, Judicial, Moral y Electoral. Igualmente, la administración entrante debe honrar su compromiso con el Estado de Derecho, reconociendo los límites de su autoridad y autonomía de las demás ramas del Estado.
El Ejecutivo, por su naturaleza, concentra una capacidad de acción tentadora para quienes buscan resultados inmediatos. Sin embargo, un verdadero estadista comprende que la eficacia a corto plazo nunca debe comprometer la salud institucional a largo plazo. Durante una transferencia, debe establecerse desde el primer día un claro respeto por las competencias ajenas. La fascinación de gobernar por decreto o presionar a otras ramas del Estado debe ser resistida con firmeza. Un Ejecutivo fuerte no es aquel que concentra todo el poder, sino el que lo ejerce con sabiduría, entendiendo que su legitimidad proviene del respeto a los límites constitucionales.
El Poder Legislativo, por su parte, debe asumir su rol como contrapeso efectivo; fiscalizar sin obstruir, cooperar sin claudicar. Una transición exitosa exige un Congreso que comprenda que su función no es ratificar automáticamente las decisiones del Ejecutivo, sino deliberar, debatir y, cuando sea necesario, oponerse constructivamente.
El Poder Judicial, árbitro imparcial de las controversias y último guardián de la Constitución, enfrenta su prueba más dura. Su autonomía no es una simple aspiración teórica, es una necesidad práctica para la estabilidad democrática.
Quienes han tenido el privilegio de servir en cargos públicos son custodios temporales de instituciones que deben perdurar más allá de sus mandatos. Cada decisión, cada precedente que se establezca, cada línea que se cruce o se respete, contribuirá a fortalecer -o debilitar- el legado que heredarán las futuras generaciones.
Una transición es, en esencia, un examen de madurez colectiva. Es la oportunidad para demostrar si creemos genuinamente en los principios que proclamamos o si estos son solo ornamentos retóricos, abandonados cuando resultan inconvenientes.
Debemos prepararnos para el cambio, pues ningún régimen, por arraigado que parezca, es permanente. Los vientos de la transformación son inexorables, y aquellas sociedades cuyos cimientos se han erosionado experimentarán, sin duda, una renovación. Cuando llegue -y llegará-, la preparación institucional y el compromiso con los principios democráticos determinarán si será pacífica, ordenada y transformadora.
Una democracia vigorosa no surge por casualidad ni se mantiene por inercia. Exige un compromiso activo de todos los actores políticos con los valores que la sustentan. En cada transición, tenemos la oportunidad de reafirmar ese compromiso, demostrando que las instituciones son más fuertes que las ambiciones personales o partidistas.
El equilibrio de poderes no es un obstáculo para la acción gubernamental, sino la garantía de que esta se ejerza dentro de los cauces democráticos. Cuando el poder demuestra su verdadera grandeza, marca la diferencia entre legítimo y arbitrariedad, entre liderazgo y autocracia, entre una democracia sólida y un sistema frágil, quebradizo.
En tiempos de polarización y desafíos complejos, cuando el silencio de las leyes escribe el futuro en voz baja, se necesitan líderes que comprendan, la nobleza política no reside en acumular poder, sino en ejercerlo con responsabilidad, dentro de un marco institucional que garantice libertad, justicia y dignidad para todos.
El arte de la transición en tiempos de crisis, es la sensatez, juicio y cordura democrática. La historia no solo juzgará logros, sino también los medios que se emplearon para alcanzarlos. Y en ese juicio, el respeto, acato y obediencia al equilibrio de poderes será la medida definitiva de nuestro legado democrático.
@ArmandoMartini