
Hace pocos días Robert Francis Prevost, agustino estadounidense de 69 años, se convirtió en el nuevo líder de la Iglesia católica tras la muerte del papa Francisco. El nuevo pontífice eligió el nombre León XIV, evocando una tradición de fortaleza y reforma. Pero en esos días de cambio e introspección, la historia trajo consigo un recuerdo imborrable: el día en que un Papa estuvo a punto de morir en manos de un terrorista y sobrevivió para perdonar.
Por infobae.com
El 13 de mayo de 1981, la Plaza de San Pedro lucía como tantas otras veces: repleta de peregrinos, turistas, fieles y curiosos. Era miércoles, día de audiencia general, y Juan Pablo II, que por entonces llevaba apenas dos años de pontificado, recorría el espacio en su papamóvil blanco, descubierto. Saludaba, bendecía, sonreía. Nada parecía presagiar el horror.
A las 17:17, se escucharon los disparos. El Papa se desplomó. Había sido alcanzado por cuatro balas. El caos fue inmediato: gritos, empujones, confusión. La Guardia Vaticana reaccionó con velocidad. El papamóvil aceleró rumbo a la enfermería del Vaticano y desde allí, en una ambulancia común —la Santa Sede no contaba entonces con un sistema de emergencia moderno—, fue trasladado al Policlínico Gemelli.
Las heridas eran graves. Una bala le atravesó el abdomen, dañando el intestino delgado y el colon; otra impactó en su mano derecha y una tercera en el brazo izquierdo. Perdió casi tres cuartos de su sangre. La operación de emergencia duró cinco horas y media. La recuperación, semanas. El pronóstico, reservado.
Su agresor, Mehmet Ali A?ca, fue detenido en el lugar. Tenía 23 años y era turco. Había escapado de prisión en su país, donde estaba condenado por el asesinato de un periodista. Pertenecía a los Lobos Grises, un grupo ultranacionalista turco y con vínculos con el terrorismo de extrema derecha. Desde hacía meses planeaba el atentado, y había logrado infiltrarse en el Vaticano con una identidad falsa y una pistola Browning 9 milímetros oculta bajo el saco.
Durante los días posteriores al ataque, el mundo contuvo la respiración. La figura de Juan Pablo II ya había trascendido las fronteras de la religión. Era el primer Papa no italiano en 455 años en la historia de la Iglesia. Había desafiado al régimen comunista de su país natal, Polonia, impulsado el movimiento Solidaridad y se había erigido como un símbolo de coraje espiritual en plena Guerra Fría. Su vida pendía de un hilo, y no era un simple líder religioso: era un actor central en la escena geopolítica del momento.
Karol Józef Wojty?a nació el 18 de mayo de 1920 en Wadowice, una pequeña ciudad al sur de Polonia. Hijo de un militar austero y una madre profundamente católica, quedó huérfano de madre a los 9 años y perdió a su hermano y a su padre antes de cumplir los 21. Estudió literatura y teatro en la Universidad Jagellónica de Cracovia, pero durante la ocupación nazi se formó en la clandestinidad y fue ordenado sacerdote en 1946. Su vida estuvo marcada por el dolor temprano, la resistencia espiritual y una vocación inquebrantable que lo llevó, en 1978, a convertirse en el primer Papa polaco de la historia.
El 17 de mayo, desde la cama del hospital, el Papa envió un mensaje grabado: “Rezo por el hermano que me disparó y a quien he perdonado sinceramente”. Esas palabras, inesperadas, marcaron el comienzo de un giro extraordinario. En 1983, Juan Pablo II visitó a Agca en la cárcel de Rebibbia. Hablaron en privado durante 21 minutos. El Papa le tomó la mano. Lo escuchó. Lo perdonó. Años después, la madre de Agca agradeció públicamente el gesto: “Ha sido un padre para mi hijo”.
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