Hay casos, en los que, los números económicos trascienden la estadística para convertirse en el epitafio político de un tiempo. Cuando la hiperinflación se vuelve cotidiana; comprar alimento y medicina requiere maletas de dinero, y millones prefieren el exilio antes que la esperanza, estamos frente a algo más que una crisis. El derrumbe de un proyecto político. La economía, en su expresión más brutal, se convierte en juez implacable que dicta sentencias políticas, indicando la conclusión de un ciclo histórico que juró transformación y entregó desolación.
La historia manifiesta que se sobrevive a tempestades, pero raramente, se logra superar la combinación letal de colapso económico y pérdida de legitimidad popular. Hoy, se puede observar, cómo estas fuerzas convergen en un escenario que anuncia el término de una época.
La inflación galopante, no es solo un fenómeno abstracto, es la materialización del fracaso de un modelo que prometió convertir un país en potencia. Sin embargo, el ciudadano siente cómo su salario se evapora, la moneda nacional pierde la función básica como reserva de valor, y la credibilidad se desmorona.
El desmedido e incontrolable aumento en el precio de bienes y servicios representa algo más profundo que un peligro económico; es la paradoja que, ostentando riqueza, no garantiza la educación elemental, o la canasta básica del pueblo. La alimentación, es el termómetro más sensible del malestar social. Cuando la familia esta imposibilitada para acceder a primeros auxilios, productos básicos con moneda nacional, y tienen la necesidad forzosa de recurrir a divisas extranjeras, el palabrerío revolucionario se vuelve irrelevante frente a la realidad de la carencia.
Y de todo lo demás, unido a la desconfianza, configura un panorama de pocas probabilidades para la gobernabilidad. La incredulidad y el recelo actúan como catalizador que acelera procesos en el deterioro institucional. Sin credibilidad, las medidas financieras pierden efectividad; los controles de precio generan escasez, y la promesa de recuperación se percibe como un intento desesperado de ganar tiempo, correr la arruga.
La erosión en la confianza no brota espontánea, es el resultado acumulado de arbitrariedades y desafueros; de elecciones cuestionadas; de la justicia subordinada, obediente al poder ejecutivo; de medios de comunicación censurados y una gestión incapaz de diversificar la dependencia. La paradoja de la abundancia conviviendo con la miseria, resume el fiasco de quienes cacarean la correspondencia social.
La política está plagada de ejemplos en los que, la combinación de una severa tormenta económica e insuficiencia de validez, indefectiblemente culmina en cambio. Los indicadores no mienten, la dolarización de facto, el éxodo masivo y las remesas para la supervivencia diaria, son señales de agotamiento, de extenuación. La presión social de inconformes con fundamento, siempre consigue canales de expresión, sean electorales, institucionales o de otra naturaleza.
La reciente experiencia electoral, su controversia sobre la nitidez de los resultados, añade una nueva dimensión a la tempestad de legalidad y licitud. Cuando la población, y los observadores internacionales, cuestionan la pureza del proceso democrático, la fractura se profundiza y las opciones de diálogo comienzan a evaporarse.
El momento actual recuerda que, en política, la economía no es solo una variable más, es la columna sobre el cual se construye la estabilidad gubernamental, y cuando se tambalea, el edificio político entra en crisis. El raudal de recursos naturales, donde la abundancia se convierte en pobreza por la mala gestión, encuentra aquí su expresión más dramática.
Tal y como se desarrollan los acontecimientos, indica un punto de inflexión. La realidad ya no se tapa con discursos, se deben abrir las puertas a un acuerdo humanitario internacional. Perdieron credibilidad, afuera y adentro; hay que utilizar la política y sus mecanismos, porque el miedo ha sido superado.
La pregunta ya no es si habrá cambio, sino cuándo y cómo se producirá. En este contexto, la responsabilidad de los actores políticos y sociales será crucial para garantizar que la transición hacia un nuevo escenario se desarrolle dentro del marco institucional y democrático, evitando el vacío de poder que tanto daño ha causado en otras experiencias.
El final de un ciclo puede ser también el comienzo de otro. El poder no caerá como fruta podrida, hay que inspirar su salida, con hechos y presencia, pero de manera pacífica, sin violencia. Nadie debe inmolarse a manos de los esbirros.
La esperanza radica en que las lecciones aprendidas sirvan para construir bases sólidas hacia un futuro político, económico y social de una nación con enorme potencial, destinada a alcanzar la grandeza, cuando logre superar las distorsiones del presente modelo de gestión.
@ArmandoMartini