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viernes 1 de agosto 2025
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Butterfly en maqueta

La Sala Ríos Reyna de nuestro hermoso Teatro Teresa Carreño tiene una muy sensible falla en su modernísimo diseño. Es difícil imaginar qué tipo de espectáculo pensaban sus arquitectos Lugo, Sandoval y Kunckel, se presentarían en su interior. Sabemos que se buscaba una sala multifuncional, donde pudieran presentarse con igual eficacia conciertos sinfónicos, ballets, música popular con su parafernalia sonora y tramoyística y ópera, con los avances tecnológicos de punta. Pero, ¿era indispensable un escenario de casi 1.000 mts cuadrados para cumplir con ese anhelo?

Cuando se presenta un concierto sinfónico, esa desmesura es casi imperceptible, pues los paneles y conchas acústicas de madera construidas racionalizan las dimensiones de manera casi ideal, pero cuando el enorme escenario exhibe ópera, productores, cantantes, registas y personal técnico tienen que enfrentarse a un reto que con demasiada frecuencia los derrota. Las escenografías tienen que ser gigantescas para cubrir la vastedad del espacio, lo cual complica la realización de obras que demoren en espacios íntimos. Enrique Berrizbeitia fue uno de los que logró salvar esta dificultad con sus diseños abultados y con sabio aprovechamiento del espacio. En ese sentido, su Aída de 1992 es un hito insuperado en este terreno (aunque lo más destacable de ella era que utilizaba poco más de la mitad del escenario en la disposición física de sus estructuras, con lo cual las voces quedaban a salvo de perderse en el abismo de ese fondo casi infinito de la escena. El reciente montaje de L’Elisir d’amore de 2022, su último trabajo en el Teresa Carreño, volvió a demostrar esa experiencia, aunque el producto visual fuese menos coherente que en la ópera de Verdi. Pero no todas las óperas son como Aída, y en algún momento tenemos que entrar a la casa de algún personaje, o al interior de un palacio o como en el caso de la ópera que nos ocupa, la Madama Butterfly de Giacomo Puccini, que transcurre íntegra en un solo escenario: el de la casita japonesa de madera con sus shōji, fusumas y tatamis.

En ese sentido, Butterfly es una ópera relativamente fácil y hasta económica de poner en escena. Pero cuando se tiene un escenario de las dimensiones de la Ríos Reyna puede ser un verdadero desafío. Miguel Issa, el regista de esta ocasión quiso seguir un camino distinto de las experiencias exitosas del teatro con respecto a esa condición intrínseca, y su propuesta tuvo los siguientes resultados.

Sin shōjis, fusumas ni tatamis

La escenografía, firmada por Marianery Amín Arias, da la impresión de una maqueta, un diseño sin terminar: rampas y estructuras huecas que unas luces de colores interiores no disimulan. No había papel ni seda ni shōjis ni fusumas. Solo unos parabanes metálicos corredizos que chirríaban furiosamente disputándoles sonoridad a la orquesta y al coro a bocca chiusa, un par de macetones en lugar del habitual jardín japonés (del que Pinkerton se jacta cuando le describe al Consul los beneficios de su arrendamiento), una estructura de madera en el núcleo con acertado diseño japonés, a modo de techo, y al fondo una pantalla donde se proyectan, durante toda la función, imágenes alusivas, algunas, a la historia, otras no tanto y la mayoría, desfasadas con respecto a lo que viven los personajes en escena. Solo en el hermoso dúo de Butterfly y Suzuki regando con flores la casa a la espera del retorno de Pinkerton logra un efecto visual encomiable. De resto va de lo elemental a lo prescindible y de allí a lo absurdo. Señalemos el ejemplo del inicio del Acto III, donde se recrea el amanecer doloroso para la protagonista, pues ha pasado la noche y el esperado esposo no ha llegado. En la puesta precedente de esta ópera en el TTC, la de Román Chalbaud (de la cual se ha conservado únicamente el vestuario de Anita Pantin y las pelucas de Adán Martínez Francia), la iluminación de Kevin Dreyer reproducía muy sensiblemente ese paso de la tiniebla a la melancólica luz del día fatal para Butterfly. Aquí, una diapositiva en blanco y negro que parece no salir de un sicodélico claro de luna conspiró contra el efecto teatral marcado por el propio Puccini y sus libretistas en la partitura. Eso, aunado a los reflectores de discoteca bajo las rampas que pasan de verde a violeta constantemente y a un dispendio del humo escénico expelido a completa e insensata discreción colman los logros de la iluminación de Beatriz Moreno.

Butterfly giratoria

Esta misma sensación de escena inacabada, de work in progress (lo cual podrá funcionar en muchos ámbitos, pero difícilmente en ópera) signa el trabajo de dirección de Miguel Issa. Si este se limitara a marcar entradas o salidas de personajes y masas corales y figurantes, tendría una calificación notable, pero Butterfly es mucho más que eso: es el drama de una adolescente crédula engañada por un flamante marino estadounidense, quien ha utilizado todo el poder a su alcance para seducirla sin considerar siquiera los sentimientos de ella, sus esperanzas y el destino cuando la abandone, mientras ella crece a fuerza de soledad, dolor y amargo desengaño hasta convertirse en la mujer que decide con firme convicción entregar su hijo a una vida mejor y acabar con la suya, ya deshonrada y desahuciada. Cuando se monta Butterfly en los escenarios del mundo las aristas de reivindicación femenina, de denuncia del poder, y hasta de crítica política, enriquecen y atraen al público del siglo XXI. Cierto, Issa no tiene porque obligarse a alguna de estas lecturas, pero de allí a trivializar el drama de Cio Cio San, a dirigirlo con un manual tradicional, a base de gestos pequeños y abandonando a su suerte a la mayoría de sus protagonistas (a excepción de Butterfly, casi todos los demás protagonistas van por libre con desigual suerte), paralizando la acción en momentos claves o agregándole movimientos innecesarios o absurdos, hay demasiado trecho, desdichadamente. La trivialización clamó en el despojo de pasión del dúo de amor, con demasiada gente circulando en escena durante el mismo, en la carencia de cima dramática -salvo por una de sus cantantes- de  la escena del catalejo donde Butterfly casi no puede sostenerlo por la emoción con el ribete de lo que ella cree que es su triunfo pues su esposo al fin regresa. Lo tradicional le fue eficaz pero básico en la escena de la carta con Sharpless y el dúo de las flores; los gestos pequeños (desaconsejables en la dimensión de la sala)fueron innumerables. He aquí unos cuantos ejemplos: la inercia de Pinkerton durante casi toda la ópera, la “furia” de Butterfly con el abaniquito al descubrir a Goro fisgoneando la existencia del niño, el estatismo de Pinkerton, su esposa y Sharpless  en la escena con Suzuki del Acto III, la intrascendencia del momento en que Butterfly descubre a la mujer que ve en su jardín, y que viene a sellar su destino. La torpísima “danza” de la Butterfly ya moribunda es su lamentable colmo. Esta vez se contuvo en su habitual gusto coreográfico, pero puso a girar el escenario por lo menos dos veces en cada acto, además a contratiempo de la música. Lo hace durante el bocca chiusa que cierra el Acto II, en flagrante contraste con la música serenamente melancólica que sutilmente concluye la escena.

La Butterfly de timbre y colores más mórbidos

También, aun en maqueta, están las voces que protagonizaron este montaje de Butterfly. Destaca, sin estar aún cabalmente madura, para el rol, Greilys Bracho, por su voz inconfundiblemente pucciniana, sin problemas para atravesar la marea sonora de esta partitura, pero además con un fraseo variado, rico en matices y emocionalidad y de irreprochable exactitud sobre la situación anímica que debe expresar. La suya es la Butterfly de timbre y colores más mórbidos y bellos que haya cantado en la Ríos Reyna. Su inmadurez en el rol la hizo descuidar crescendi y sostenuti indispensables en “Un bel di vedremo” y en el triunfal “Ei torna e m’ama”, cuando cree que Pinkerton por fin ha venido por ella. La Bracho entiende, a diferencia de su regista, que Puccini escribe musicalmente cómo su protagonista crece a lo largo de la ópera. Hay una tirantez en el agudo que aún debe resolver. 

Grace Terán, su alternativa, está mucho menos segura en el rol. Lo domina -hasta donde la deja la elementalidad de la regia- dramáticamente, pero vocalmente es pequeña en volumen y en gama. Su voz es bonita, tersa, sabe matizar, pero de una manera más mecánica y predecible que Bracho, y su zona aguda es débil, hipercontenida y, por ende, poco vibrante. 

Robert Girón fue casi invisible como Pinkerton en el elenco encabezado por Bracho, mientras que Cardozo se sintió a gusto en el rol del marino, salvo en un breve pero notorio bache en el dúo amoroso. Lo de Girón, considerando que las funciones están amplificadas (para sortear el handicap ya descrito del escenario), es preocupante.

Tuvimos un Sharpless estático e inexpresivo, de voz poco rotunda con Claudio González, mientras que brilló con luz propia, tanto escénica como vocalmente el bello timbre de Cristian Pabón en el mismo papel, con atinados movimientos escénicos que su alternativa ni siquiera intentó.

Suzuki fue afortunadamente bien servida por las jóvenes voces de Talía Guerrero y Adriana Gómez, por fin en un rol de envergadura. La de Guerrero es sonora y dramática, sobria pero eficaz en expresión. Ella y la Bracho hicieron un hermoso Dúo de las flores en el Acto II. La  Gómez es menos agraciada tímbricamente y tiene un trémolo notorio en sus graves, pero sabe usar su figura ágil en escena con gracia y dominio.

Diego Puentes aventaja a Deivis Marín en sonoridad e incisividad dramática como los eficaces Goros que vimos en escena. Ellos liderizan un plantel de comprimarios que no pueden ser más dedicados y profesionales: Abraham Ramos, Francisco Bourgeois, Helio Pineda, Julio Silva, Janis Denis, Daniel Guevara, Nicolás Logaldo, Nicolás Cruz, Rodrigo Cedeño como Yamadori, Bonzo, Kate, Yakuside y el Comisario, respectivamente.

A pesar del saboteo de la plataforma giratoria, el Coro de Ópera del Teatro Teresa Carreño reafirmó su experiencia en los, sin embargo, puntuales pasajes en los que interviene: la salida de Butterfly, el repudio a la joven en el Acto I y en el ya citado Bocca chiusa.

A pesar de ciertos desbalances en la primera función, equilibrados en la velada siguiente, a pesar de la poca vena dramática que durante toda la representación exhibe (apocada en la fuga inicial del preludio, débil en la entrada de lo Zio Bonzo, en la insinuación de Sharpless sobre el no regreso de Pinkerton en el Acto II, en el clímax de la esposa esperanzada al ver el barco de su marido, vacilante en el ostinato de los timpani mientras Butterfly busca el tantō (la daga) para su harakiri), la dirección de Elisa Vegas al frente de la Orquesta Gran Mariscal de Ayacucho es, para quien suscribe, el más completo trabajo en el género operístico que le he atestiguado hasta ahora: acompañó debidamente a los cantantes, se adaptó a sus carencias y fortalezas (esto un poco menos, pero se entiende por razones de equilibrio) y condujo con mucha luz el colorido preludio del Acto III. La densa y compleja partitura así lo demandaba.

Como la joven geisha no pierde la esperanza de ver de vuelta a su esposo, así nosotros esperamos ver ya acabada esta producción de Madama Butterfly.

La entrada Butterfly en maqueta se publicó primero en El Diario.

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