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Antonio de la Cruz: Maduro ante el abismo: resistir, negociar o caer

La FANB, entre la presión externa y el desgaste interno, calcula que la lealtad a Maduro ya no paga: el verdadero desenlace se jugará en los cuarteles más que en Miraflores.

En la historia de los regímenes autoritarios, la apariencia de estabilidad suele ser el último recurso cuando se tambalean. La Unión Soviética, hasta la víspera de su colapso, parecía inconmovible; la Polonia comunista de 1988 todavía organizaba desfiles militares mientras Solidaridad crecía en las fábricas; y Pinochet aceptó un plebiscito convencido de que lo ganaría. Venezuela, hoy, vive esa misma paradoja: un Estado corroído, dirigido por un presidente con una acusación criminal en Nueva York y sostenido por un aparato coercitivo que solo responde a lealtades personales.

A primera vista, después del evidente fraude del 28J, Nicolás Maduro sigue ostentando la investidura de un jefe de Estado: viaja a cumbres con sus aliados, pronuncia discursos contra el imperialismo y se autoproclama comandante en jefe. Pero tras esa fachada, su poder real sobre los aparatos de seguridad es casi inexistente. La Dirección General de Contrainteligencia Militar, DGCIM, núcleo del control represivo, está bajo la influencia directa de Diosdado Cabello. El coronel Alexander Granko, operador central de la maquinaria de tortura, no obedece al general que figura en el organigrama, sino al jefe político que ha hecho del miedo un verdadero ministerio.

Los estrategas han descrito esta dinámica con distintos lenguajes. Para unos, se trata de un juego de movimientos secuenciales: cualquier intento de Maduro por recuperar el control coercitivo terminaría en un retroceso inevitable. Lo mismo ocurriría si Cabello buscara desplazar a Maduro de la fachada política: el costo internacional sería demasiado alto. La lógica dicta preservar el equilibrio actual: un presidente-fachada que maneja la diplomacia y un comisario político. Otros lo explican con metáforas bélicas: el centro de la batalla, la “tierra”, pertenece a Cabello; a Maduro sólo le queda moverse como el “agua”, adaptarse a la presión y ganar tiempo.

Ese tiempo, sin embargo, se acorta. La Fuerza Armada Nacional Bolivariana votó mayoritariamente contra Maduro en las elecciones del 28 de julio. La obediencia que antes se basaba en complicidad ahora se percibe como riesgo. Seguir defendiendo a un régimen acusado de narcotráfico expone a los oficiales a un futuro en tribunales internacionales. Aquí, el cálculo frío de costos y beneficios ilumina la escena: la lealtad ya no rinde lo que antes, mientras que la deserción —bajo promesas de amnistía condicional y preservación institucional— se ha convertido en la opción más rentable.

Simultáneamente, el marco de lo políticamente posible se ha desplazado. Lo que parecía radical hace cinco años —la ruptura con Maduro— hoy se considera sensato, incluso necesario. Las amnistías condicionales para oficiales han dejado de ser una herejía para transformarse en un instrumento viable de política. El desarme, desmovilización y reintegración (DDR) de milicias y paramilitares, impensable hace una década, empieza a discutirse como una medida aceptable. Y la narrativa internacional, reforzada por sanciones selectivas, despliegues navales y filtraciones de inteligencia, acelera este desplazamiento: la transición ha dejado de ser una utopía para convertirse en horizonte político.

Los escenarios son claros. El primero, el statu quo represivo, depende de la milicia y los colectivos paramilitares. Pero es un escenario insostenible: la FANB muestra fisuras, los recursos se reducen, las incautaciones de cocaína en Amazonas y otros estados contradicen la retórica oficial de un “país libre de drogas” y minan la credibilidad. El segundo, la transición negociada, aparece como el desenlace más probable: la FANB pivotando hacia un nuevo equilibrio a cambio de garantías institucionales, con verificación internacional. El tercero, el colapso violento, sigue siendo posible, sobre todo si una represión fallida coincide con una escalada externa: un riesgo que evoca a la Centroamérica de los años ochenta.

Las comparaciones históricas ofrecen lecciones. En Polonia 1989, el régimen negoció con Solidaridad porque la lealtad de las fuerzas armadas y la policía política ya no era confiable. En Chile 1988, Pinochet aceptó un plebiscito porque pensó que controlaba el tablero, pero al perderlo debió retroceder ante el cálculo institucional de las Fuerzas Armadas. En Alemania Oriental, Honecker subestimó el efecto acumulativo de pequeñas fisuras —migraciones, protestas, concesiones parciales— que condujeron al derrumbe del Muro de Berlín. Venezuela combina todos esos ingredientes: un liderazgo fatigado, una estructura represiva sostenida en lealtades personales, una sociedad que ya no aplaude y un entorno internacional que presiona.

El desenlace, como en esos casos, depende menos de la cúpula del cártel que de los actores intermedios. La FANB, enfrentada a bajos salarios, falta de recursos básicos y presión externa, tiene más incentivos a negociar que a sostener. Los colectivos armados y la milicia bolivariana, en cambio, representan el factor de desestabilización futura: sin un plan de DDR, podrían mutar en mafias armadas o guerrillas urbanas, replicando el fenómeno de las maras en El Salvador tras la guerra civil. De allí la importancia de preparar un esquema binacional —con una Colombia sin Petro, la ONU y la Unión Europea— para registrar, desarmar y reintegrar a esos grupos armados. 

¿Dónde queda Maduro en esta geometría? Sus opciones son limitadas. Puede resistir con la milicia, prolongando el sufrimiento nacional y elevando el riesgo de colapso violento. Puede aceptar una negociación que lo deje reducido a figura decorativa mientras otros gestionan la transición. O puede intentar huir hacia adelante, apostando por una represión que termine acelerando su caída. Ninguna de esas rutas le garantiza inmunidad personal: la acusación en Nueva York lo seguirá, con o sin poder.

En este tablero, las lecciones de los antiguos estrategas y de la teoría de los juegos se cruzan. La primera advierte que Maduro no puede reconquistar el centro: la coerción ya no le pertenece. La segunda muestra que cualquier intento en esa dirección lo devolvería al mismo punto de partida: un retroceso. El cálculo frío de costos y beneficios añade que, para la FANB, la opción racional es inclinarse por una transición negociada antes que por una resistencia suicida. Y el cambio en los márgenes de lo políticamente posible confirma que la ruptura con Maduro ya no se percibe como una herejía, sino como una necesidad.

Venezuela está, pues, en un momento de definiciones. El teatro de la represión y las concesiones tácticas puede prolongarse algunos meses más, pero no años. Como en Varsovia, Santiago o Berlín, el cerco no siempre se ve: es silencioso, progresivo, invisible. Y, sin embargo, cuando finalmente se cierra, es inevitable.

El telón del Cártel de los Soles aún no ha caído. Los actores repiten sus parlamentos, los aplausos no se escuchan y el público comienza a abandonar la sala. La pregunta no es si la obra terminará, sino cómo: con un último estallido de violencia o con la transición negociada que hoy, más que nunca, parece ser el desenlace más probable.

Antonio de la Cruz

Director ejecutivo de Inter American Trends

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