Hay gente y amantes del caos. Estrafalarios de provecho, enclenques y enfermizos que, mientras el ciudadano implora por orden, suspiran aliviados cuando todo se derrumba y la esperanza se desgasta. La confusión no es un problema, para ellos, es relajante. La burocracia que no funciona, la política convertida en tramoya, es música celestial. Cuanto peor, mejor. Con aplomo no hay excusas.
¿Qué ocurre cuando para infundir miedo se describe la realidad? Un desafío, el intento de arrancar la máscara de la palabrería y mostrar que el temor al caos, es el último recurso de quienes se benefician del disturbio.
Se arguye con sarcasmo ¡el colapso llegó! Sin embargo, ya se padece la violación de los Derechos Humanos, crímenes de lesa humanidad, exilio y presos políticos. Lo que llaman estabilidad, es quietud empobrecida de un sistema que canibaliza el mañana. Hay que dejar de temer al ruido de reformar para enfrentar el silencio encubridor de la decadencia. Nos venden miedo para aceptar miseria.
Hay palabras que se convierten en pretextos, pocas tan manoseadas como “caos”. Se ha usado como espantapájaros para frenar alternancias. La corean con devoción, como si la ruina cotidiana no fuese ya desorden. Pero, ¿y si el verdadero caos no fuera la transición, sino quedarse igual?
En las evoluciones los misioneros del desastre aparecen. Expertos en dramatizar apocalipsis, abultar civilizaciones desmoronadas y discutir la inminencia de una guerra civil. Disfrutan lanzando rumores para los ávidos del escándalo. Y líderes de ocasión, que convierten el “no sé” en doctrina nacional. El caos, más que un miedo, es su fetiche. La carta bajo la manga del poder.
Cada vez que se asoma la idea de modificar, voceros oficiales desempolvan su sermón: “Cuidado, sin nosotros todo será peor”. Y lo remachan con disciplina inalterable, como si la apetencia, corrupción y éxodo fueran ejemplo de orden y prosperidad. Recordemos que el desbarajuste no siempre es señal de postración, es ruido propio del sistema que cambia. El problema no es la transición, sino quienes insisten en venderla como naufragio.
Lo insólito, que cómodos se dejan arrastrar por el miedo, se paralizan, pero negocian placenteras migajas y regalados terminan justificando la inacción con el argumento del régimen: “no estamos listos”. La estabilidad del cementerio disfrazada de prudencia política.
Pero el verdadero caos, está en el presente. Hospital sin insumos, escuela sin maestros, salario que no paga y los que huyen desconsolados, abandonados, mientras imparten peroratas de “soberanía” que han entregado a indeseables. El país ya está desordenado, arruinado y mutilado. Lo único que falta es el coraje de reconocerlo.
Por eso la amenaza para los que gobiernan no es violencia ni anarquía, sino algo más temible; que la transición funcione. Que el ciudadano entienda que la calamidad continúa igual, y que cambiar no es el riesgo, sino la salida. Lo único peor que el caos, es el orden podrido de un régimen que se aferra a la carencia como si fuera una hazaña histórica.
Si quieren saber del caos, mírenlo, está en el estómago vacío, en el hambre que duele, en el hijo que se fue, en la luz que se apaga, en el miedo de salir, en el futuro que nunca llega. El caos no lo traerá la obediencia al mandato ciudadano, tampoco, desconocer sus deseos. Acatar la voluntad del pueblo nos salvará de la anarquía.
Les aterra perder el control, pero más, el negocio. Y lo que debería estremecer a los ciudadanos no es el cambio, sino resignarse a ser espectadores de una tragedia. Imperdonable aceptar dictaduras como normalidad.
La mejor manera de combatirlo, es no entrar en su juego. Comunicar con claridad, decir la verdad, mostrar que hay un timón, exhibir unidad en lo esencial y recordar -con cierta malicia-, que el caos que tanto anuncian sus fanáticos entusiastas, es el que necesitan para justificar la nostalgia por el viejo orden.
El continuismo con el caos, se da un aire de superioridad. Mientras el ciudadano busca soluciones, se pasean como iluminados, que no gobiernan, ni administran, ni construyen, solo decoran el derrumbe. Y lo hacen con total frenesí que, si alguien resolviera los problemas, caerían en depresión. ¿Qué harían sin el ruido, la desgracia e incertidumbre? Tal vez tendrían que trabajar y eso sería una tragedia.
La transición no es amenaza, son los que, incapaces de imaginar un futuro de excelencia, prefieren el mito del infortunio. Y lo gritan con tanto entusiasmo, que el temor no es la devastación, sino que la transición funcione. Basta con mirar, donde cada intento de cambio es bautizado de catástrofe, cuando la calamidad fue quedarse igual.
@ArmandoMartini